La música: “All things must pass” de George Harrison
George Harrison presentó “All things must pass” a sus colegas de los Beatles durante las aciagas sesiones de grabación del que sería su último álbum publicado, Let it be (Abbey Road se creó unos meses más tarde, pero se lanzó antes al mercado). Aquello, que en principio se había planteado como una vuelta a sus raíces y al sonido más directo de los primeros años, acabó como es sabido como el rosario de la aurora y precipitó la disolución del grupo. Los jefazos Lennon y McCartney vetaron la canción, lo que demuestra lo idos de la cabeza que andaban esos días. A la chita callando, Harrison se había revelado como un compositor como la copa de un pino y seguramente era el que estaba más en forma de todos; no por casualidad, los dos temas más pintureros de Abbey Road (“Something” y “Here comes the sun”) llevan su firma.
Cuando la separación del cuarteto se hizo oficial en abril de 1970, George pudo al fin dar de sí todo lo que llevaba dentro y ese mismo año asombró con un triple disco, titulado precisamente All things must pass, que es sin ningún género de dudas el mejor trabajo en solitario que cualquiera de los cuatro Beatles ha publicado jamás. Más allá de las razones originales que inspiraron su oda, fatalista y optimista a partes iguales, a lo efímero de la vida y el amor, la intencionalidad del mensaje era meridiana; ahí estaba la portada con sus cuatro gnomos tirados por el suelo para los despistados. Se cuenta que a John Lennon, en particular, el chiste no le hizo la menor gracia.
All things must pass. Todas las cosas pasan. Pues sí, y este blog no iba a ser una excepción. Nació como lo hace un bebé, ciego y despreocupado, pero con el tiempo se ha hecho un hombrecito y, de unos meses a esta parte, temo que empiezan a crujirle las articulaciones. Uno de los efectos secundarios más fascinantes de la paternidad es el montón de cosas nuevas e inesperadas que te hace descubrir en ti y los que te rodean; líbreme Dios de comparar, pero algo de todo eso también me ha traído este retoño bajo su brazo digital. Porque he disfrutado y he peleado con él y, lo más importante con diferencia, me ha hecho sentir y emocionarme más veces de las que puedo recordar. El viaje ha merecido la pena; no obstante, ha llegado la hora de hacer las maletas y volver a casa.
Aun así, me siento en deuda con vosotros. Hay tantas canciones bonitas por escuchar, tantas emocionantes partidas por disfrutar… Está claro que el planeta no se va a mover un milímetro de su órbita por que añada cien o mil entradas más, pero rara vez los sentimientos se someten a la lógica. Según la ocasión lo propicie irán apareciendo aquí más canciones y partidas, sin periodicidad fija, (aunque la cabecera mantenga, por la cosa sentimental, eso de “una canción redonda y una partida memorable cada semana”) y a ser posible, aunque conociéndome lo dudo, sin circunloquios. Lo que sí garantizo es mantener la calidad del material, que es en realidad lo único que importa. Tarde o temprano, como esas melodías que un músico, a falta de mejor remate, deja que se extingan poco a poco hasta fundirse con el silencio, se irán espaciando hasta cesar sin más ceremonia. O quién sabe; tal vez, a la manera de un concierto clásico, este no sea más que el segundo movimiento del blog, el lento que sucede al allegro y que antecede a un tercero, todavía por escuchar. El tiempo lo dirá.
En todo caso, sed buenos y sed felices (no necesariamente en ese orden). Y muchísimas gracias por haber estado ahí.
All things must pass / George Harrison
All things must pass / George Harrison letra y traducción
En realidad All things must pass no es un álbum triple de verdad, ya que el tercer disco no más que un compendio de amorfas jam sessions con Eric Clapton y otros amigotes que participaron en su grabación. Da lo mismo, porque hay tantas buenas canciones en los dos “normales” que darían, ojo a la blasfemia que estoy a punto de proferir, para completar un álbum de los Beatles más que pasable. Behind that locked door es uno de sus temas más interesantes. En lo musical suena como a “country hawaiano”, pero funciona sorprendentemente bien; la letra es un mensaje de ánimo a su amigo Dylan, que tras tres años desaparecido había tenido un turbulento regreso a los escenarios. (Veinte años más tarde, casi en broma, ambos se juntarían con Roy Orbison, Jeff Lynne y Tom Petty para crear un efímero supergrupo, The Traveling Wilburys, del que quedó para el recuerdo alguna que otra perlita, pero poco más).
Y luego está, por descontado, Isn’t it a pity, otro inexplicable descarte de la banda de Liverpool que andaba circulando desde los tiempos de Revolver. Ni que hubiese sido escrita para aquel justo momento, porque es una reflexión teñida de espiritualidad sobre el fracaso en las relaciones humanas. La coda final, con esos “na-na-na” que tanto recuerdan a los de “Hey Jude”, pone definitivamente todas las cartas boca arriba. (Nota: el álbum incluye dos versiones de la canción; es a la larga a la que me estoy refiriendo aquí).
Dopado con todo el material que llevaba en la mochila, pareció por un momento que Harrison podía medirse de tú a tú con sus dos ilustrísimos excolegas, pero el tiempo no tardó en poner las cosas en su sitio. No obstante, más que “el principio del fin”, lo que mejor casa a su siguiente álbum (Living in the material world, 1973), es “el final del principio”, porque es estupendo y el último que todavía desprende un neto perfume beatle. Esto último a su pesar, casi cabría decir, ya que Harrison estaba ansioso por librarse de aquella pesada herencia, y ese es justo el recado que manda a sus seguidores con Be here now. Más fácil de decir que de hacer, con ese delicado sitar que nos transporta de inmediato a los temas de su etapa “hindú” con el cuarteto. La canción, a todo esto, le da cien vueltas a cualquiera de ellos.
Si la semana pasada mencionaba a la Santísima Trinidad del ajedrez (Capablanca, Fischer y Kasparov) y justificaba por qué, en mi opinión, le corresponde al ruso el trono de Dios Padre, hoy completaremos la faena seleccionando al más crack de todos los cracks en lo que a la composición de estudios se refiere. Aquí se pierde el elemento competitivo y ya se sabe que en el arte todo es cuestión de gustos, pero podríamos preguntar a los que más saben de esto, es decir, a los propios compositores. Eso mismo fue lo que hizo Zoilo R. Caputto mientras preparaba su monumental obra en cinco volúmenes El arte del estudio de ajedrez, escribiendo a todos los que pudo, al tiempo que les solicitaba una foto (he aprovechado algunas de ellas en el blog) y una lista de sus estudios predilectos. La respuesta no deja lugar a dudas: Genrikh Kasparyan (1910-1995, soviético, armenio de nacionalidad) obtuvo casi los mismos votos que todos los otros juntos. Ya veis qué curioso: Kasparov y Kasparyan (o Kasparian, como también se escribe a menudo). De hecho es el mismo apellido, porque tras el temprano fallecimiento de su progenitor Garry cambió el suyo (Weinstein) por el de su madre, también de ascendencia armenia (aunque sin relación de parentesco con el compositor), y luego lo “rusificó”. Cosas de aquella URSS nefanda, donde cuanto sonase a judío te enredaba la vida, eso en el mejor de los casos.
¿Por qué la obra Kasparyan merece tal reconocimiento? Pues porque en ella confluyen las dos filosofías de los fundadores de la composición moderna, la de Rinck y la Troitzky, y lo hacen a un nivel nunca visto antes y posiblemente tampoco después. Rinck tenía por bandera el rigor analítico por encima de todo, y lo aplicó con frecuencia a posiciones que, más allá de su gancho estético, podían ser de interés en el juego práctico. Kasparyan no era ajeno a esta sensibilidad; en los cuarenta, por ejemplo, desentrañó algunos misterios muy sutiles de los finales de torre y dos peones laterales contra torre. No podía serlo, porque en esos tiempos era un jugador de considerable fuerza, quizá entre los cincuenta mejores del mundo, e incluso logró el título de maestro internacional en 1950, cuando esa distinción todavía significaba algo. Ganó 10 veces el Campeonato de Armenia (dos de ellas compartiendo título con el futuro campeón del mundo Petrosian) y disputó cuatro finales del campeonato soviético. Su lista de cabelleras, aparte de la de su eximio compatriota, incluye la de gente tan importante como Spassky, Korchnoi, Bronstein y Boleslavsky.
Pero por tradición y por gusto Kasparyan también tenía muy presente que, como había enseñado Troitzky, toda gran composición ha de tener una fuerte componente artística. En sus mejores estudios, y eso es lo que le hace tan especial, la magia de Kasparyan roza cotas con las que solo los románticos se habían atrevido a soñar, sin condescender con ese efectismo que, según ciertas sensibilidades, contamina algunos de los trabajos de estos. No es de extrañar que, sin contar un sinfín de galardones de menor rango, 82 de su medio millar de obras recibieran primeros premios, incluidos 6 campeonatos soviéticos de composición. Ningún otro compositor de estudios tiene tantos trabajos recogidos en los álbumes FIDE (102, con el mérito añadido de que solo 4 son en colaboración). Cuando la FIDE creó los títulos de gran maestro de composición en 1972, él fue el único no problemista entre los cuatro primeros galardonados.
Por no extraviarme en tan denso trigal he preferido espigar entre el puñado de estudios que el propio Kasparyan recomendó a Caputto para su obra. Mi flechazo con el publicado en Trud en 1947 (recompensado desde luego con un primer premio en la competición de turno) fue instantáneo. Rebusco y rebusco entre los estudios que os he mostrado hasta ahora, y no encuentro otra posición en la que armonía y paradoja comulguen de forma tan plena como la que aquí se da tras la jugada 7. Si es que ya lo dice el Evangelio de Mateo, capítulo 20, versículo 16: los últimos serán los primeros.
Estudio de G. Kasparyan, Trud 1947
Una de las grandes especialidades de Kasparyan fueron las tablas posicionales. Las fabricó de todas las tallas y colores, a cual más ingeniosa. Por si el estudio de hoy no fuera suficiente muestra, aquí tenéis otro ejemplo: Chess Life & Review, 1968. Con él no solo ganó un concurso organizado por la federación norteamericana (más exactamente, Kasparian compartió el primer puesto ¡con otro estudio suyo!) sino también el Campeonato de la URSS de 1972. La combinación de variantes especulares, en horizontal y vertical, es de las que quitan el hipo.
También anduvo obsesionado, sobre todo al principio de su carrera, con las posiciones de doble ahogado, es decir, aquellas en la que dependiendo de la variante es uno o el otro rey el que resulta ahogado. El no va más fue el estudio con que ganó el primer premio, para no variar, del certamen organizado en honor de John Roycroft en 1978; su valor añadido radica en el protagonismo de una torre negra y un alfil blanco, que alternan sus papeles al ataque y la defensa en las dos variantes temáticas de la composición. Kasparyan andaba tras esta idea desde 1945, pero solo consiguió materializarla ¡treinta años después!
Acabo con el que tal vez sea su estudio más popular, aparecido en Shakhmaty v SSSR 1935. Recuerda a uno de esos rompecabezas tridimensionales en los que vas encajando pieza tras pieza hasta completar una figura compacta y definida. He copiado la posición que lo remata a la derecha, para vuestro deleite: aunque las negras juegan, el mate es inevitable.
Y así por fin, con todo bien recogido, apagamos la luz y nos vamos.
Buen final. Enhorabuena por el trabajazo que has hecho por todas las canciones. Te confieso que me quedan unas cuantas por escuchar, pero prometo ir dando cuenta a mi ritmo de todas ellas. Lo dicho, gracias por la música, para mí una de las cosas más importantes de la vida.
¡Gracias por los piropos! ¡Y ya sabes, atenta a los bises, que aún tengo muchos caramelos guardados!