Raymond Chandler, Charlie Parker y A. P. Gulyaev/Grin

De las considerables dificultades que entraña, hoy en día, la noble práctica de la caballería andante. Lo primero es evitar que te ingresen en un psiquiátrico, luego hay que encontrar aparcamiento para el maldito caballo. Lo peor es que ya no hay modo de distinguir entre dragones y doncellas. La lanza, por cierto, sigue siendo tan imprescindible como en tiempos del Rey Arturo.

72: Adiós, muñeca de Raymond Chandler

Aunque el inventor (Poe) y algunos de sus practicantes más avezados (Ellery Queen, John Dickson Carr) no nacieron en las Islas, el género detectivesco fue de toda la vida un producto típicamente british; por lenguaje, por escenarios y por pose. Pero en 1926, en las páginas del magazine pulp neoyorkino Black Mask, empezó a gestarse una variante del relato criminal drásticamente nueva, el hardboiled, esta sí tan americana como ese rugbi con armadura que llaman “fútbol” allí. La fecha es notable, pues es justo el año en que se inicia la Edad de Oro del Gran Detective clásico; un Gran Detective que apenas década y media después, quince asaltos de nada, besaría la lona de manera estrepitosa. Y si es verdad que el traumazo global de la Segunda Guerra Mundial precipitó su K.O. definitivo, no lo es menos que los pesos pesados del hardboiled, San Spade primero y Philip Marlowe a continuación, ya le habían molido el mentón con saña inmisericorde.

He de precisar que Black Mask llevaba en circulación desde 1920, y justicieros tan rompehuesos como el Race Williams de Carroll John Daly ya habían desfilado por sus portadas, pero es el nombramiento de Joseph T. Shaw como editor, en noviembre de 1926, lo que marca la diferencia. Shaw era miembro de la alta sociedad de Nueva Inglaterra (¡fue medallista olímpico de sable!) y se hizo cargo de la revista tras pasar varios años en Europa. El país que se encontró a su vuelta era un lodazal de corrupción policial, política y administrativa, cegado por el delirio económico que auspició la Gran Depresión; un país donde los tabloides glorificaban las tropelías de gánsteres como Al Capone o “Lucky” Luciano, y un juez con una bodega repleta de licores podía meterte en la cárcel por beber un vaso de vino. Asqueado, Shaw aprovechará su posición al frente de Black Mask para hacer de la ficción policiaca una herramienta de rearme moral, desmitificando a los criminales y promocionando una nueva clase de defensor de la ley, conocedor de las cloacas oficiales pero no contaminado por ellas, para intentar restaurar la deteriorada fe del público en la justicia.

Shaw exigió a sus autores una prosa sin artificios, que reforzase la verosimilitud de los relatos con que quería enganchar a su audiencia. Y acción, por supuesto, y violencia, por qué no, pero siempre al servicio de personajes que no fueran simples marionetas. Para dar dinamismo a una historia no era obligatorio ir descerrajando tiros por cada esquina, podía bastar con unos buenos diálogos; un tipo podía actuar y hablar “duro” sin tener que serlo a la fuerza. El halcón maltés de Dashiel Hammett (un escritor que conocía como nadie el terreno que pisaba porque había trabajado como detective para la agencia Pinkerton), publicado en cinco entregas de septiembre de 1929 a enero de 1930, es sin lugar de dudas la apoteosis de la “era Shaw” en Black Mask. El investigador Sam Spade, un “satán rubio” sin sentimientos ni miedo a morir, insobornable con dinero o con sexo, devino icónico de inmediato; los textos, secos como ráfagas de metralleta pero dotados de un áspero lirismo, marcaron a autores de la talla de Hemingway o Faulkner. (Incidentalmente, El halcón maltés consagró una tríada que haría fortuna dentro y fuera del noir —véase la saga de James Bond—: el héroe a su aire, la femme fatale y el villano extravagante).

Con todo, cuando Raymond Chandler publica su primer relato en Black Mask (“Los chantajistas no disparan”, 1933), el Gran Detective todavía mantenía la compostura en el cuadrilátero: El misterio del ataúd griego apareció un año antes, El hombre hueco dos después. Fue un individuo, este Chandler, demasiado complejo como para despacharlo en una línea. Se crió y educó en Europa, donde hizo algunos intentos (más bien patéticos) de escribir poesía romántica. Luego se alistó como voluntario en la Primera Guerra Mundial, distinguiéndose en el combate y sobreviviendo de chiripa (su unidad fue bombardeada y él fue el único que escapó). Tras el armisticio se instaló en Los Ángeles y, virgen todavía a los treinta y tantos, se casó con una mujer 18 años mayor que él. Espabiló y llegó a ser alto ejecutivo de una empresa petrolífera, pero en 1932, en plena depresión económica, se ganó el despido a pulso con su alcoholismo, absentismo y promiscuidad con las compañeras de trabajo (más algún intento de suicidio que otro). Es entonces, ya cuarentón, cuando decide probar suerte como escritor de misterio. Su desprecio por la novela-problema era absoluto (“…en lo fundamental se trata del mismo cuidadoso agrupamiento de sospechosos, la misma treta absolutamente incomprensible de cómo alguien apuñaló a la señora Pottington Postlethwaite III con el sólido puñal de platino, en el preciso instante en que ella tocaba el bemol en lugar del sostenido en la nota más alta de la “Canción de las campanas”, de Lakmé, en presencia de quince invitados mal elegidos…”), pero intuía que el naciente hardboiled podía darle el margen de maniobra suficiente para hacer algo mejor que pulp de usar y tirar. “Los chantajistas no disparan” es un desastre, todo hay que decirlo, pero Shaw tenía buen olfato y le dio cuerda. En 1939 ya está en condiciones de publicar su primera novela, El sueño eterno, a la que seguiría, un año después, la que muchos (entre los que figuro) consideran su obra más lograda, Adiós, muñeca. Y, efectivamente, lo consiguió. Escribir verdadera literatura, quiero decir. La mejor, quizá, que encontraréis en toda la narrativa policial.

Poniendo el énfasis en el estilo, Chandler propone un cambio de paradigma que ni siquiera Hammett había osado plantear: el puzle es secundario. Cuentan que cuando se preparaba la mítica adaptación cinematográfica de El sueño eterno, protagonizada por los no menos míticos Bogart y Bacall, el director, Howard Hawks, cablegrafió a Chandler porque no terminaba de tener claro quién había dado pasaporte al chófer de los Sternwood. El autor le respondió: “¿Cómo quiere que yo lo sepa?”. No es seguro que la anécdota sea fidedigna, aunque es verdad que ese crimen en concreto queda sin resolver en el libro. Ocurre que Chandler recicló para casi todas sus novelas material de cuentos previamente publicados en Black Mask y otras revistas (para Adiós, muñeca usó hasta tres), y de nuevas el efecto es algo desconcertante: ¿por qué abre este tío una nueva línea argumental, con lo interesante que era la otra? En Adiós, muñeca, por ejemplo, Philip Marlowe conoce por pura casualidad a Moose Malloy, un enorme expresidiario trajeado como un pimpollo, que busca medio loco a una cabaretera, Velma, con la que salía cuando lo enjaularon; y unas páginas después es contratado a propósito de un robo de joyas por una zampahombres de manual, la rubia y descocada esposa del multimillonario Lewin Lockridge Grayle. Pero, como digo, hacia dónde conduce Chandler este batiburrillo importa poco. Lo sustancial es que prácticamente cada línea regala una réplica mordaz, un juicio cínico o una metáfora afilada; y cada nuevo secundario que asoma, del siniestro vidente Jules Amthor a la beoda y decrépita (pero coqueta) señora Florian, da más juego que el anterior. El castillo de fuegos artificiales es tan esplendoroso que no cabe más que lamentar que el libro requiera un final; pues ambos hilos han de converger, es obvio, lo que difícilmente será posible sin un vuelco de guion tan inverosímil como los de la novela-problema tan denostada por Chandler. No temáis. Puede que para él el desenlace fuera lo de menos, pero en Adiós, muñeca es tan soberbio como todo lo demás. Disipado el humo de la pirotecnia, cobrará forma una historia: una fábula, melancólica y trágica, de sueños reducidos a cenizas bajo el sol despiadado de California.

Solo me queda hablaros de Philip Marlowe, protagonista único de las siete novelas de Chandler (y con variantes menores —empezará llamándose Mallory en “Los chantajistas no disparan”— también de sus relatos). La carcasa idónea, Sam Spade, estaba disponible; él la proveyó de entrañas. De una lengua tan venenosa como la mala ginebra; de un hígado capaz de procesar alcohol suficiente como para tumbar al Coro del Ejército Rojo; muy singularmente, de un corazón noble. Si Spade es arquetípico, Marlowe es arquetípico y medio, el molde con el que se han fundido tantos y tantos detectives solitarios, amargados, sentimentales y honestos del cine y la literatura. En Adios, muñeca lo aporrearán a conciencia, le abrirán dos veces la cabeza, lo drogarán hasta las cejas, lo encerrarán en un sanatorio, será amenazado por polis y mafiosos. Da igual. Él se ha autoimpuesto la quijotesca misión de encontrar a Velma y ya puede llover fuego del cielo, vive Dios que la encontrará. No he usado el adjetivo “quijotesca” a bulto. Ese “Mallory” que luego pasó a “Marlowe” apunta, muy claramente, a Sir Thomas Malory, el compilador medieval del ciclo artúrico. Y codificada en la primera página de El sueño eterno hay una declaración de principios completa:

El vestíbulo principal de la residencia Sternwood tenía una altura de dos pisos. Sobre la doble puerta principal, que hubiera permitido el paso de una manada de elefantes indios, había una amplia vidriera que mostraba a un caballero de oscura armadura rescatando a una dama atada a un árbol y sin otra ropa que una cabellera muy larga y conveniente. El adalid había levantado la visera del casco para mostrarse sociable, y estaba tratando de deshacer los nudos que aprisionaban a la dama, pero sin conseguir ningún resultado práctico. Me quedé allí parado y pensé que, si viviera en la casa, antes o después tendría que trepar allí arriba para ayudarle. No daba la impresión de esforzarse mucho.

Algunos estudiosos del género negro que anteponen Hammett a Chandler, Sam Spade a Philip Marlowe, aprecian aquí una deficiencia. Argumentan (con razón) que el ex agente de la Pinkerton Hammett escribía sobre la clase de persona que sabía que era, el ex virginal héroe de guerra Chandler sobre la que hubiera querido ser. Quizá el mundo de Hammett no sea todavía el real (eso vendría con George H. Higgins), pero al menos lo habitan tipos sujetos a instintos plausibles, como la codicia, la doblez o la lujuria. Por contra, sin más que cambiar a Marlowe por un caballero andante, sus peligrosas amistades femeninas por hechiceras, y los hampones por mercaderes de esclavos, es fácil reimaginar las obras de Chandler como alegorías épicas. Y sin embargo, ese es justo el motivo por el que Chandler es superior. Sus tramas no son más que excusas para visitar, una y otra vez, los temas de la gran literatura: la pérdida, la soledad, la incomunicación, el horror desnudo de la condición humana. Hammett escribe novelas policiacas; Chandler, en cambio, libros de caballerías. Como Cervantes.

Adiós, muñeca
Farewell, my lovely (original en inglés)

Música y ajedrez que vienen a cuento:

Ya lo dije cuando el blog llevaba unos pocos meses en antena, no hay mejor música con que acompañar un noir clásico que un estándar jazzístico cocido a fuego lento. Más que un estándar, “Lover man” es un estandarte del género, así que nada que objetar, pero se ha grabado tantísimas veces que es difícil destacar una versión del resto. Dado que en Adiós, muñeca, como en El halcón maltés, también contamos con el equipo “héroe solitario-chica mala-rufián desorbitado”, ¿qué tal si le preguntamos a ellos?

La que habría elegido Philip Marlowe. Tan diabólico instrumentista como John Coltrane; tan creativo e innovador como Miles Davis; tan carismático, en la salud y en la enfermedad, como Billie Holiday; nadie como Charlie Parker ha concretado en su persona y en su obra, de una forma tan pura, qué es el jazz en tanto que acontecimiento cultural e incluso modo de vivir la vida. No es ya que su interpretación de “Lover man” esté a la altura de su leyenda, es que ha contribuido a cimentarla en grado no pequeño. (Atención, hablamos de la versión de 1946. Parker volvió a grabar “Lover man” en 1951, en circunstancias personales mucho menos exigidas. Esta segunda versión es sin duda superior técnicamente, pero ni de lejos tan memorable). En aquellos días Parker andaba por Los Ángeles, lejos de su hábitat neoyorkino natural, y tenía problemas para conseguir su ración reglamentaria de heroína, así que activó el plan B. Cuando llegó a los estudios lucía una cogorza tan espectacular que hubo que sujetarlo para que no se cayera encima del micrófono. La interpretación, es evidente, carece de esa fluidez y simetría tan mágicas que caracterizaban sus solos, hasta se salta el primer compás, pero la intensidad de sentimientos que transmite es abrumadora. Charlie acabó la noche paseándose desnudo por el hall de su hotel y prendiendo fuego al colchón; de allí pasó directamente a un sanatorio mental del Estado donde estuvo ingresado seis meses hasta que se desintoxicó. (No permanentemente, por desgracia: murió en 1955, con tan solo 34 años, víctima de una tormenta perfecta de cirrosis, neumonía, úlcera sangrante y cardiopatía). A Parker el episodio le avergonzaba espantosamente, y jamás perdonó al productor Ross Russell que publicará el disco, pero lo imperdonable habría sido no hacerlo.

Lover man / Charlie Parker
Lover man / Charlie Parker

La que habría elegido Helen, señora de Lewin Lockridge Grayle. Todas las divas y divísimas han estampado su firma en “Lover man”, de Ella Fitzgerald a Sarah Vaughan, de Barbra Streisand a por supuesto Billie Holiday, para la que fue especialmente compuesta por Jimmy Davis, Ram Ramirez y James Sherman en 1941. Ahora bien, “Lover man” es la historia de una virgen desolada porque ningún apuesto paladín viene a rescatarla con, ejem, su lanza, así que una cantante con voz menos celestial pero encantos más terrenales podría hacerle más justicia. Una cantante como Julie London, que en su día quedó un poquito en evidencia cuando la comparé con Ella Fitzgerald, y que se merecía un resarcimiento como este. Cuando acabe la canción no olvidéis apagar los altavoces un rato para que se enfríen.

Lover man / Julie London
Lover man / Julie London letra y traducción

La que habría elegido Moose Malloy. El dúo es, verdaderamente, tan insólito como la indumentaria con que el gigantón se pasea por Central Avenue buscando a su adorada Velma: un violinista casi nonagenario y un pianista que no llegaba al metro de altura y necesitaba un dispositivo especial para alcanzar los pedales de su instrumento. Nunca han sido las apariencias tan engañosas. El vejete, por descontado, es Stéphane Grappelli, el cuerdista por antonomasia del jazz, que a sus 87 primaveras lucía un estado de forma que querría para sí más de un veinteañero; y si la osteogénesis melló la talla de Michel Petrucciani, ciertamente no su talento, que lo situó entre los pianistas más aclamados de su generación. La pieza posee el dramatismo añadido de los epitafios: Grappelli solo resistió a la implacable evidencia de su DNI dos años más, Petrucciani murió cuatro después debido una complicación pulmonar de su dolencia.

Lover man / Stéphane Grappelli y Michel Petrucciani
Lover man / Stéphane Grappelli y Michel Petrucciani

∴ ∴ ∴

Otra razón para preferir a Philip Marlowe frente a Sam Spade y otros sabuesos de Hammett es, claro, que a Marlowe le gusta el ajedrez, circunstancia que se menciona en casi todos los libros de la serie. La ventana alta acaba ni más ni menos que así:

Era de noche. Me fui a casa, me puse la ropa vieja de andar por casa, saqué el ajedrez, me preparé una copa y repasé otra partida de Capablanca. Tenía cincuenta y nueve movimientos. Ajedrez bello, frío, sin escrúpulos, casi siniestro de puro callado e implacable.

Cuando terminé, escuché un rato por la ventana abierta y olfateé la noche. Después me llevé mi vaso a la cocina, lo lavé, lo llené de agua helada y me quedé de pie ante el fregadero, dando sorbitos y mirando mi cara en el espejo.

—Tú y Capablanca —dije.

Tampoco es manca esta cita de El largo adiós:

Colgamos y yo saqué el tablero de ajedrez. Llené la pipa, coloqué las piezas, les pasé revista para ver si se habían afeitado correctamente o les faltaba algún botón, y jugué una partida de campeonato entre Gortchakoff y Meninkin, setenta y dos movimientos para hacer tablas, ejemplo modélico de una fuerza irresistible que encuentra un objeto inamovible, una batalla sin armadura, una guerra sin sangre, y el desperdicio de inteligencia más sofisticado que pueda verse en lugar alguno a excepción quizá de una agencia de publicidad.

Pero mi momento ajedrecista-marlowiano favorito es ese de El sueño eterno en que el detective llega a su apartamento y se encuentra recostada en la cama, tan desnuda como una pantera y lo mismo de letal, a Carmen Sternwood. Necesitado de un poco de oxígeno, Marlowe se vuelve al rincón donde tiene el tablero, sobre el que en ese momento hay desplegado un problema de mate en 6 que aún no ha sido capaz de resolver, “como me sucede con otros muchos de mis problemas”, y ensaya una jugada con el caballo. Sigue un incandescente intercambio de frases y entonces Chandler coloca un juego de palabras intraducible, aprovechando el doble significado de “knight” como “caballo del ajedrez” y como “caballero”:

Miré el tablero de ajedrez. La jugada con el caballo no era la correcta. Volví a ponerlo donde estaba antes. Los caballos no tenían ninguna utilidad en esta partida. No era un juego para caballeros.

En la medida en que uno podía ir por libre en un país como el suyo, algo de Marlowe tuvo también el excelente compositor soviético Aleksandr Pavlovich Gulyaev (1908-1998). Nacido en San Petersburgo, en una familia de buena posición (el padre ingeniero metalúrgico, la madre profesora), decidió seguir los pasos de su progenitor y se matriculó en la Academia de Minería de Moscú. Enseguida le cogió el gustillo a los ambientes culturales de la capital, hasta el punto de que en 1929 ya se había casado con una solista del ballet Bolshoi (¡que nació y murió en las mismas fechas que él!). Fue justo el año en que las cosas se torcieron para la familia, y de qué manera: al padre le llegó el soplo de que se iba a cerrar la mina que gestionaba y represaliar a los directivos, así que se escapó a Berlín. (Al finalizar la Segunda Guerra Mundial el infeliz se creyó las promesas de amnistía del gobierno comunista y regresó a Rusia. En cuanto cruzó la frontera lo detuvieron y lo mandaron a un campo de concentración, donde murió a los pocos meses de hambre y frío). El joven Aleksandr tuvo que hacerse cargo de su madre y su hermana, por lo que durante un tiempo compaginó sus estudios con trabajos diversos, alguno tan peculiar como tocar el piano en un cine. Ello no le impidió graduarse, primero, y desarrollar a continuación una brillantísima carrera académica e investigadora en el campo de la metalurgia teórica y aplicada, que le convirtió en un referente mundial en su especialidad (más de 400 artículos, 14 monografías, fundador y editor jefe de la prestigiosa revista Metal Science and Heat Treatment) y que prolongó hasta los últimos días de su vida. El mérito es todavía mayor porque siempre se las tuvo tiesas con los círculos del poder, a los que criticó a menudo, lo que le pasó bastante factura, especialmente en la época en que su padre fue “amnistiado”. Por ejemplo, a pesar de su considerable prestigio internacional, no se le permitió viajar a Occidente hasta que la URSS se derrumbó en 1991.

Como compositor fue igual de exitoso, prolífico y longevo que como científico (publicó unos 800 problemas y 200 estudios, con un centenar de primeros premios, incluidas dos victorias en el campeonato soviético —¡la segunda con 75 años cumplidos!—, y se le concedió el título de gran maestro de composición en 1988), e incluso más precoz que como marido, ya que su primer mate en 3 apareció en 1924 (y encima fue premiado). Un detalle muy chocante de su carrera ajedrecística es que hasta 1956 publicó sus trabajos con su verdadero nombre y a partir de entonces cambió su apellido por “Grin”, palabra del inglés que puede traducirse por “amplia sonrisa” pero también por “mueca”. El tipo, que era un guasón incorregible, daba explicaciones contradictorias del motivo. Que si estaba harto de que en la prensa occidental deletrearan su apellido de mil maneras distintas; o que había decidido dejar de componer para dedicarse de lleno a la metalurgia, pero le pudo la afición y decidió regresar de incógnito; probablemente, fue su reacción a una sanción que se le impuso tras su enésima trifulca con los mandamases federativos.

Su credo artístico era muy clásico: si como problemista prefería los mates en 2 y 3 de corte estratégico, opinaba que un estudio óptimo no debía tener menos de cinco jugadas por bando ni superar las diez, ni tampoco requerir largas variables complementarias para justificar su corrección. El de abajo me resulta de lo más simpático, no solo por el estrambote, muy matemático, sino porque perfectamente podría haber sido (con la obvia licencia poética de que no es un mate en 6 sino un estudio de tablas) el que distrae a Marlowe de las curvas humeantes de la pantera Sternwood. Y es que caballo más inútil que el de aquí vais a ver pocos.

Estudio de A. P. Gulyaev/Grin, Shakhmaty v SSSR 1936

Acabo, acabo. Es solo que, aunque no son pocos los compositores que han trabajado en los dos campos, el de los estudios y el de los problemas, es raro dar con uno que haya destacado tanto en ambos, así que me veo obligado a aprovechar la ocasión para una vez que se me presenta. El siguiente mate en 2 muestra un tema ideado por el problemista italiano Adriano Chicco (también se le conoce como tema de Moscú); muy adecuadamente, considerada la bicefalia de nuestro artista del día, gravita en torno al jaque doble.

Problema de A. P. Gulyaev/Grin, Torneo del VII Congreso de Ajedrez y Damas 1931

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