America y Luis Lisandro Roux Cabral

La música: “A horse with no name” de America

No me van para nada las multitudes, y menos en vacaciones. Tan absurdo y antinatura me parece dilapidar los sufridos ahorros del año en un apartamentucho veraniego en Torrevieja, Benidorm o un hormiguero del estilo, como ponerme un piercing en el pezón o someterme a una dieta 0% en cacao. Por eso, cuando mis circunstancias económicas y vitales me lo permitan, pienso embarcarme fuera de temporada en un viaje mastodóntico, excesivo, a fin de disfrutar a fondo de este salvaje planeta nuestro sin más compañia que la justa y necesaria. Malacostumbrado como estoy a las comodidades de la civilización, no me apetece lo más mínimo que me devoren los mosquitos, sucumbir a una diarrea por intoxicación alimenticia o dormir en según qué roñosos tugurios, así que tengo clarísimo cual sería mi destino: el far west americano.

Partiríamos de San Francisco en dirección este hacia el mítico parque Yosemite, con sus cataratas, esa inmensa mole de granito que los primeros exploradores bautizaron como “El Capitán”, y, por supuesto, el bosque Mariposa y sus milenarias y gigantescas secuoyas.

Luego, en dirección sudeste, todo un puntazo: el Valle de la Muerte. Habrá que asegurarse de que el aire acondicionado del vehículo funcione a la perfección, no en vano en uno de sus puntos, Furnace Creek, se registró en 1913 la temperatura más alta que jamás se ha medido: nada menos que 56.7 °C. Menudo secarral cósmico tiene que ser aquello: paisajes eternos, carreteras desoladas, dunas, lagos desecados… da sed solo de pensarlo.

La siguiente etapa del trayecto, indudablemente, ha de ser Sodoma y Gomorra, el epicentro del vicio y la perdición, o sea, Las Vegas. Ya sé que he dicho antes que pasaba de aglomeraciones, pero permitidme que me contradiga un poco, porque tiene que ser entretenido contemplar in situ a tan ludópata y disipada manada. Igual me dejaba un par de cientos de dólares en algún tapete para verlos más de cerca…

Convenientemente refrescados, siempre rumbo este, nos esperan 500 kilómetros más de desierto hasta el Gran Cañón. Habrá que patearlo en la medida de lo posible, pero si el bolsillo ha sobrevivido a Las Vegas más o menos intacto lo suyo sería subirse a un helicóptero y disfrutarlo a vista de águila.

Las energías ya no son las del principio, lo sé, pero hay que hacer un esfuerzo y cruzar territorio navajo, hacia la divisoria entre Arizona y Utah, para llegar a Monument Valley: John Ford, John Wayne, La Diligencia… ¿Hace falta decir más? Y podríamos seguir, porque el majestuoso Bryce Canyon está relativamente a un paso. Yellowstone queda bastante más lejos al norte, pero Yellostone es Yellostone… ay, qué poco cuesta soñar.

Pero no descuidemos los aspectos prácticos de la empresa. La ruta es larga, y con frecuencia monótona, así que la guantera del coche tendrá que ir bien surtida de cedés para hacer más ameno el trayecto. Necesitaremos música fluida aunque con sabor a polvo del camino, fresca pero no estridente, y sobre todo genuinamente americana. En otras palabras, necesitaremos a America. En el momento cumbre de mi fantasía atravieso al atardecer el Valle de la Muerte, no hay un alma en millas a la redonda, y por los altavoces se escucha “A horse with no name”. Detengo el coche en la cuneta, desciendo, y a lomos del caballo sin nombre me emborracho de calor y de horizonte.

A horse with no name / America
A horse with no name / America letra y traducción

Más canciones redondas de America:

El problema de los de mi generación es que hemos aprendido inglés a salto de mata, lo que significa que somos más o menos capaces de leerlo, pero de oído vamos bastante peor. Encelado con “A horse with no name” y la portada de su primer trabajo (America, 1971), siempre había dado por sentado que las canciones de America hablaban de pieles rojas, moteles y ligues de carretera, pero nada más lejos de la realidad. Algún tema hay con cierto olor a gasoil, como Ventura highway (Homecoming, 1972), pero en general cuentan historias de lo más convencional y, reconozcámoslo abiertamente, sin demasiado fuste. ¿Pero qué más da si las letras de Three roses (en el susodicho álbum debut) o Sister Golden Hair (Hearts, 1975) son algo simplonas, cuando las melodías son tan estimulantes?

El ajedrez: Molinari-Roux Cabral, Montevideo 1943

Desde la inolvidable Anderssen-Kieseritzky, el término “inmortal” se emplea en ajedrez para referirse a partidas que se distinguen por sus violentos ataques, cuajados de brillantes e inesperados sacrificios. En el blog habéis disfrutado ya de tres de ellas, la “Inmortal polaca”, la “Inmortal de Rubinstein” e incluso el “Empate inmortal”. Puede que la que os traigo hoy no tenga tanto renombre como las anteriores, pero su pedigrí está fuera de duda; en 1944, cuando Fred Reinfeld la comentó para The Chess Correspondent, no pudo por menos que rematar su crónica así: “Una partida destinada a la inmortalidad”.

La partida se había disputado un año antes, durante el campeonato uruguayo. Del vencedor, Luis Lisandro Roux Cabral (1913-1973), sabemos que ganó el título de su país en dos ocasiones (1948 y 1970) y que compitió en las Olimpiadas de Buenos Aires 1939 (donde se tomó la única y mugrienta fotografía que he podido encontrar de él), Tel Aviv 1964 y La Habana 1966. Parece que era un tipo bohemio, de vasta cultura y aguda inteligencia, que a pesar de sus graves estrecheces económicas rechazó en 1966 una muy generosa oferta del gobierno cubano para quedarse en la isla como profesor de ajedrez. Durante una etapa de melancolía severa ingresó voluntariamente en la Colonia Etchepare, un tétrico manicomio a 80 kilómetros de Montevideo, donde consiguió convencerse de su cordura conforme observaba a los locos que le rodeaban, doctores y celadores incluidos.

Locos inofensivos, a fin de cuentas, al menos si se les compara con los que habían hundido en la más absoluta de las negruras a Europa a principios de los cuarenta. En aquellos años odiosos no se disputaron torneos internacionales en el Viejo continente, excepción hecha de unos pocos organizados a mayor gloria del Tercer Reich en los territorios ocupados, en los que Alekhine, entonces vigente campeón del mundo, echó por la borda todo su prestigio bailando el agua a los nazis desvergonzadamente. Está bien pasar página de todo aquello remitiéndonos a la amable primavera austral y a uno de los pocos lugares del globo donde la gente todavía conservaba el sentido común. Considerad la Inmortal uruguaya, si queréis, como un minúsculo y efímero rayo de luz entre tanta tiniebla, pero luz al fin y al cabo.

Molinari-Roux Cabral, Montevideo 1943

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