James Hilton, Bruce Springsteen y AlphaZero

Donde responderemos, con asombrosa perspicacia, a la pregunta de qué desean más vehementemente las mujeres, que a lo mejor es lo mismo que lo que todos, da igual su pelvis, biblioteca o bolsillo. Lo que más ansían las máquinas lo sabremos antes de lo que creemos, pero por lo pronto no dejadles a mano la saga de Terminator, no conviene dar ideas.

59: Horizontes perdidos de James Hilton

Tendría que ir planteándome cambiar la cabecera del blog. Ya sabéis, lo de “una canción redonda y una partida memorable cada SEMANA”. Tendría que habérmelo planteado hace tres o cuatro años ya, la verdad, pero le tengo un cierto cariño a la muletilla. Quizá podría retocarla añadiendo “plutoniana”, visto que en el planeta enano las semanas duran mes y medio de los de aquí, pero no tiene sentido espantar a los posibles nuevos lectores con estas gansadas, mejor que se espanten con conocimiento de causa leyendo el texto. En cualquier caso tranquilos, prometí llegar a las trescientas entradas y si no se tuercen las cosas seré fiel a mi palabra. Pero sin estresarme, que eso merma las defensas y la cabellera, y no ando tan sobrado de ellas como para ir despilfarrándolas. Lo que a lo mejor me interesaría, en previsión de la demora, sería alojar el blog en otro servidor, uno con buenas ofertas para clientes de laaaarga duración. ¿Existirá web oficial de Shangri-La? Porque ese servidor me convendría muchísimo…

Algunas raras creaciones literarias obran el prodigio de conectar con el imaginario colectivo hasta el punto de incrustarse en nuestro léxico: odisea, dantesco, quijotesco, kafkiano… Shangri-La. Este último vocablo aún no aparece en el esclerótico diccionario de la RAE, es cierto, pero sí en los principales del mundo anglosajón. Traduzco de uno de ellos: “Una remota y exótica utopía; un lejano refugio o escondite de idílica belleza y tranquilidad”. Por incrustarse, se ha incrustado hasta en los mapas; en 2001 los chinos (a aparatosos no les gana nadie) renombraron la ciudad de Zhongdian como Shangri-La, argumentando, bastante a bulto, que James Hilton se había inspirado en ese lugar para escribir Horizontes perdidos. Y todo este jaleo por una novela que ni siquiera fue detectada por el radar popular cuando se publicó en 1933, y eso que obtuvo el Premio Hawthornden, considerado el Pulitzer del Reino Unido; fue tras el fulminante éxito del siguiente libro de Hilton, Adiós, Mr. Chips, cuando el mundo descubrió, y se enamoró perdidamente, de Shangri-La. La situación política de esos años, de la que la novela es en buena parte una metáfora, ayudó lo suyo: solo el carismático Gran Lama de Occidente, Franklin D. Roosevelt, garantizaba cierta esperanza ante la efervescente pesadilla nazi. (Curiosamente, cuando en 1942 se construyó la residencia presidencial ahora denominada Camp David, fue bautizada por Roosevelt como… ¡Shangri-La!)

Horizontes perdidos usa un recurso técnico bien conocido, la historia dentro de otra historia, muy adecuado para adentrar al lector, sin que lo note demasiado, en las tierras de lo insólito. Lo primero que sabemos es que Hugh Conway, un cónsul británico destinado en Afganistán y desaparecido meses atrás en intrigantes circunstancias, ha reaparecido no menos sorprendentemente, amnésico, en la misión católica de Chung-Kiang, en China. De vuelta a la metrópoli recupera la memoria y se esfuma de nuevo, esta vez en Bangkok y rumbo “noroeste”, no sin antes contar a un conocido una increíble aventura; este relato es el cogollo de la novela. Resulta que el vuelo en el que escapaba, con dos compatriotas y un norteamericano, de una revuelta local, fue secuestrado y dirigido hacia las montañas del Tíbet. Se produce un aterrizaje forzoso y el secuestrador que pilota la nave muere, y sus cuatro ocupantes parecen condenados a la misma suerte, sin víveres y extraviados en un desierto de nieve. Pero ocurre el milagro: una expedición de asiáticos tropieza con ellos y los traslada a una lamasería cercana, Shangri-La, que domina un valle asombrosamente cálido y fértil. Más asombroso si cabe, el recóndito monasterio dispone de unas comodidades que satisfarían al sibarita más exigente. Se trata, en suma, de un paraje de ensueño, benevolentemente gobernado por unos monjes cuyo lema parece ser “moderación ante todo, hasta en la moderación”, y del que uno no quisiera marcharse nunca. Por otra parte, no está nada claro cómo podría uno marcharse, lo que resulta un tanto inquietante porque es obvio que su presencia allí, lejos de ser casual, sirve a un plan premeditado.

No sigo, aunque podría: ¿quién no conoce ya, a estas alturas de la vida, el extraordinario secreto del Valle de la Luna Azul, y el precio, no menos exorbitante, que hay que pagar por él? Y en cualquier caso da lo mismo, porque el embrujo de Horizontes perdidos no depende de esos mareantes misterios. Mucho menos de su prosa, decente pero no extraordinaria, atropellada para más inri por la pintoresca traducción —la única disponible— que en 1944 firmara, con el seudónimo H. C. Granch, el no menos pintoresco autor y políglota almeriense Enrique Cuenca Granch (el tipo rehace a su gusto párrafos enteros del original). Horizontes perdidos es irresistible porque Shangri-La lo es, y lo que traman los herméticos lamas —Hilton juega muy bien esta carta durante toda la novela, en especial al final— importa poco. Como si hierven a los viajeros y se los comen: ese lugar nos seguiría fascinando igual.

Los clásicos lo son siempre por una buena razón, y la de Horizontes perdidos es la más convincente que se me ocurre: siendo una historia nueva, da la impresión de que la supiésemos desde niños. Es como un fragancia recién aspirada, pero extrañamente familiar; un desconocido que te presentan en una fiesta, y con el que intimas de inmediato como si compartieseis la misma sangre. Es una historia que te han contado, que te has contado, mil veces; cada día en el atasco, irritado, de camino a tu gris trabajo; cada noche en el sofá, exhausto, de vuelta a tu vida gris. Va de marcharse bien alto, bien fuera y bien lejos, de romper con todo y empezar de cero; de amar, dormir y soñar como una vez supiste, antes de que el lastre de lo vivido doblase tu espalda y tu voluntad. Es también, ay, la historia de mirarte en el espejo y aceptar que tan alto, fuera y lejos no hay nada y que, si lo hubiese, careces del arrojo para buscarlo y la lucidez para encontrarlo. Es, en fin, la historia de nuestro nunca satisfecho anhelo de felicidad.

Quizá sea menos complicado que todo eso. Dediqué unos párrafos al asunto, a propósito de una frase de Siegbert Tarrasch, cuando el blog alboreaba, pero hoy me viene mejor otra de Nathaniel Hawthorne, que encuentro muy estimulante: “La felicidad, cuando viene, lo hace de forma casual. Hazla el objeto de tu búsqueda y nunca le darás caza. Persigue algún otro objeto, y probablemente consigas la felicidad sin ni siquiera haber soñado con ella”. ¿Qué más da, verdaderamente, si existe o no un Shangri-La para mí? Existen la música, y el ajedrez, y libros con los que imagino, por un instante, que estoy allí. Son sucedáneos, me diréis. Pero soñar con la felicidad ¿no es también conseguirla un poco?

Horizontes perdidos
Lost horizon (original en inglés)

Música y ajedrez que vienen a cuento:

Entre vosotros y yo: no habiendo apreturas para llegar a fin de mes, esto de las agonías metafísicas tiene una componente de postureo más que regular. Mi abuela, que pasó las de Caín para sacar a la familia adelante en la posguerra, y cuya sabiduría era tan considerable como escasa su paciencia con según que tonterías, solía amonestarnos a mis hermanas y a mí con una frase lapidaria: “Qué falta tenéis de pasar hambre”. Pues sí, abuelita, mea culpa. ¿Qué tal Bruce Springsteen, el campeón de la clase trabajadora, como penitencia?

No quiero decir que escuchar a Springsteen sea una penitencia, claro, aunque tampoco es que levite con su música. Para seros completamente franco lo he tenido atragantado buena parte de mi vida, sobre todo en los ochenta, harto de tropezarme “Born in the U.S.A.” y “Dancing in the dark” hasta en la sopa; esencialmente, me indignaba que se pudiera triunfar tanto a base de machacar, una y otra vez, los mismos cuatro o cinco acordes. Con el tiempo he aprendido a valorar su coriácea integridad como artista y su acierto al fraguar un idioma musical y lírico, sin colorantes ni azúcares añadidos, que millones de personas sienten como suyo.

Yo no soy una de ellas, pero tampoco tan necio para no admirar la fuerza catártica y brutal de “The promised land”, una utopía en carne y hueso, inteligible, pensada para la gente de a pie. En uno de sus célebres cuentos de Canterbury, “La comadre de Bath”, Chaucer se pregunta “qué es lo que las mujeres desean con más vehemencia”. Su respuesta (¡siglo catorce!) es maravillosa, y tanto más certera cuanto que universal: “gobernar sus propias vidas”. Bruce usa un andamiaje distinto, la carretera y la tormenta, pero su conclusión es idéntica.

The promised land / Bruce Springsteen
The promised land / Bruce Springsteen letra y traducción

Como “Blue moon”, el inolvidable tema de Richard Rodgers and Lorenz Hart, se estrenó solo un año después de la publicación de Horizontes perdidos, imaginaba que la canción se habría inspirado en el libro, pero una rápida visita a Internet me ha hecho darme cuenta de mi error. Sigamos ese hilo, de todas formas, hasta la magnífica versión, prácticamente a capela, que Elvis Presley incluyó en su homónimo primer LP, y a la que Beck rindió tributo con la canción de igual título (aunque ni música ni letra guardan relación) de su álbum de 2014 Morning phase. Globetrotters de los géneros hemos tenido más de uno en el blog, pero lo de este chico es compulsivo: es capaz de sonarte a los Chili Peppers, Radiohead, Nick Drake y casi lo que le dé la gana a voluntad. Su “Blue moon” es, por el contrario, un homenaje a la pureza; la del primer Elvis, joven y accesible, tan distinto al que luego se escondió del mundo en un fatídico Shangri-La de grasa y pastillas.

Blue moon / Beck
Blue moon / Beck letra y traducción

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Para horizontes, no sé si perdidos, pero desde luego remotísimos, los de los modernos motores ajedrecísticos: a cualquiera de los importantes le basta un minuto para evaluar el árbol de variantes hasta una profundidad de 35 jugadas. El tamaño de un árbol así es astronómico, pero estos programas incluyen algoritmos de poda de gran eficacia que les permiten concentrarse solo en las líneas más prometedoras, reforzados por funciones de evaluación muy precisas diseñadas por maestros de alto nivel. El ajedrez es un juego de excepciones, por lo que hasta una máquina puede fallar; bien porque en ese distante horizonte de la jugada 35 alguna posición se evalúe incorrectamente, bien porque la poda haya descartado algún movimiento mejor de lo que su apariencia sugiere. Pero estas disfunciones redundan, a lo sumo, en la elección de una jugada subóptima, nunca ostensiblemente mala, y con un colchón de seguridad de casi veinte movimientos por bando hay margen para reaccionar; en ocasiones puntuales insuficiente si el adversario es también inorgánico, de sobra cuando el oponente es humano.

Lo que fastidia de estos energúmenos digitales es que no tienen una pizca de clase. No lo niego: a veces, un poco por generación espontánea, alumbran partidas increíbles; pero por lo general se comportan como carroñeros tácticos, cercando a su víctima desde las alturas a la espera del más mínimo desliz. En finales donde la visión estratégica a largo plazo prima sobre el cálculo concreto su fuerza decrece bastante, y son particularmente ineptos a la hora de detectar fortalezas aunque las tengan delante de sus ojos, pero consolarse con esto es como fijarse en que a Terminator le chirría el codo según carga el trabuco para volarte la cabeza. Es deprimente, sí, y no esperéis que la redención provenga del ajedrez por correspondencia, porque la gloriosa simbiosis de mente y silicio en que debería haberse convertido la disciplina se reduce a que los chismes pican piedra, los jugadores corrigen los desajustes posicionales que aparecen de uvas a peras y las partidas, que oscilan entre lo tedioso y lo soporífero, acaban indefectiblemente en tablas. Total que, como Ícaro, hemos sido desplumados, pero él al menos se ganó la atención de los dioses; a nosotros nos ha abrasado un gorila con lanzallamas. En fin, es lo que hay.

O es lo que había hasta que el pasado 5 de diciembre el mundo del ajedrez sufrió una conmoción comparable a la del aciago match Kasparov-Deep Blue de 1997. DeepMind, la subsidiaria de Google que derrotó al número uno mundial de go con su programa de inteligencia artificial AlphaGo, anunciaba la existencia de una evolución, AlphaZero, que también domina otros juegos de estrategia, el ajedrez entre ellos. La diferencia de enfoque en comparación con los motores convencionales es radical. AlphaZero aplica una estrategia de búsqueda, el método de Montecarlo, que no sé si llamar de “horizontes perdidos” porque no se detiene a una profundidad concreta, sino que juega un cierto número de partidas hasta el final y escoge la variante con más probabilidad de éxito. Es un algoritmo bien conocido, pero los expertos lo habían descartado hace tiempo por considerar que no encajaba con el carácter sustancialmente táctico del ajedrez. El mecanismo de poda (es decir, la selección de las partidas que se disputan) adquiere una importancia capital, ya que el ingenio de Google solo examina 80000 posiciones por segundo en comparación con los más de 70 millones que se ventilan Stockfish, Houdini o Komodo, los programas que se han disputado el cetro del ajedrez cibernético estos últimos años. Es aquí donde las técnicas de aprendizaje profundo de AlphaZero, como las de AlphaGo en su día, hacen saltar la banca. Recién enchufado es como un bebé; cualquiera podría ganarle porque tan solo sabe cómo se mueven las piezas. Pero madura a una velocidad de vértigo, jugando contra sí mismo millones y millones de partidas, refinando paulatinamente la “intuición” que más tarde aplicará a la poda. Tras apenas nueve horas de autoentrenamiento se le enfrentó con Stockfish a un match a cien partidas, que concluyó con victoria de AlphaZero por 28 a 0, tablas aparte. Lo he soltado un poco rápido así que dejadme que me recree: centenares de años de estudios teóricos sobre el juego; décadas de investigaciones informáticas para volcar todo este conocimiento en un software que aplasta a los mejores grandes maestros como cucarachas; pulverizados, en cuestión de horas, por una inteligencia artificial que aprende sola. Madre. Mía.

DeepMind ha distribuido un artículo donde comenta algunos entresijos técnicos del programa e incluye diez partidas del duelo, y se ha negado a dar más explicaciones argumentando que el trabajo está siendo evaluado por una revista científica (imagino que Nature o Science). Molestos por tanto secretismo, que sin duda tiene su buena parte de mercadotecnia, los escépticos han recalcado que las normas del encuentro (sin acceso a libros de apertura ni bases de datos de finales y un tiempo de reflexión de un minuto por jugada) perjudicaban a Stockfish, cuya arquitectura está optimizada para el ritmo más pausado de las competiciones oficiales. Siendo verdad lo anterior, el análisis concienzudo de las partidas publicitadas, muy en especial la penúltima del choque, sugiere que el resultado no habría sido demasiado distinto bajo otras condiciones: la apertura elegida por AlphaZero había sido descartada por los teóricos por inofensiva, y Stockfish es incapaz de prever la crucial jugada 32.c4!! de las blancas por muchas horas que lo dejes calculando.

Aparte lo clamoroso del score, lo sustantivo es el estilo de AlphaZero, literalmente lo nunca visto. Su poderío táctico, geológico, viene acompañado de una comprensión estratégica que suponíamos patrimonio exclusivo de la mente humana, y así lo evidencian su juego en las aperturas y su manejo de las posiciones bloqueadas, ambos pasmosos. Con negras se muestra sólido, ocupando rápidamente y simétricamente el centro, al estilo de Karpov. Con blancas abre de peón de dama pero juega agresivo, como le gustaba a Kasparov. Goza entregando material a largo plazo, con sacrificios tácticos dignos de Tal y otros posicionales que podría firmar Petrosian. Peter Heine Nielsen, uno de los entrenadores de Magnus Carlsen, lo ha resumido a la perfección: “Siempre me he preguntado cómo sería si una raza superior aterrizara en la Tierra y nos enseñara cómo juegan ellos al ajedrez. Ahora siento que ya lo sé”.

Ignoramos si Google-DeepMind nos asombrará en el futuro con un AlphaOne todavía más poderoso o abandonará el proyecto en pos del santo grial que realmente andan buscando, una IA de propósito general. De momento, nos ha llevado a las puertas del Shangri-La del ajedrez. ¿Quién se viene conmigo a visitar el monasterio?

AlphaZero-Stockfish 8, match (partida 99), Londres 2017

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