¿Creéis que los animales se pueden enamorar? ¿Que a un elefante, una ardilla o un delfín se le puede partir el corazón? ¿Que una cabra puede volverse aún más loca cuando la inflama la pasión? Yo estoy convencido de que sí.
Por la simple razón de la que la razón es lo que supuestamente nos distingue del resto de mamíferos, y no hay acto más irracional e incontrolable que el enamoramiento. Los poetas lo habrán ensalzado como la quintaesencia de lo sublime, dejándose la vista y la salud en buhardillas lúgubres y desconchadas, y a lo mejor por pena les hemos seguido un poco la corriente, pero es obvio que se trata un asunto más vascular que cerebral, y hasta más intestinal que vascular. Por ello el primer amor, si el acelerador se ha pisado a fondo, se graba a fuego en las entrañas; y si el infortunio del Alzheimer o la demencia abrasa nuestra memoria, dad por seguro que los rescoldos de esos recuerdos serán de los últimos en apagarse.
El mío fue de los clásicos, a los catorce años, una compañera del instituto. No necesariamente un bellezón (o eso opinaban los amiguetes, para mi perplejidad, pues para mí mejoraba a las tres Ángeles de Charlie juntas), pero con la figura de una diosa (ahí sí estábamos todos de acuerdo). Por esos días me importaban un bledo el mundo y sus tonterías, y aquello me cayó encima sin avisar, como un alud, como el fiebrón de una súbita y virulentísima enfermedad tropical. Y empecé a profesarle una adoración excesiva, secreta y extravagante, que excluía (en lo que a ella concernía) todo pensamiento libidinoso, y eso que derramaba hormonas por cada poro de mi piel: habría sido como hacer pis en el Taj Mahal.
Por desgracia, ella también andaba atontada por los vapores del amor primerizo… solo que el afortunado era otro. Un repartidor de leche a domicilio, no precisamente el partido del siglo, pero me sacaba siete años años de edad, dos palmos de espalda y una cabeza de altura, y por si fuera poco tenía moto propia; no había expediente académico, por impecable que fuera, que pudiera hacer frente a esos poderes. Y como antes me habría dejado arrancar las uñas con tenazas que declararme en falso, se me pasaron en vano los cursos del instituto, rezando por que algún milagro mudara la dirección del viento, como de hecho ocurrió, aunque no en el sentido esperado: el maromo acabó encaprichándose de mi princesa.
El desenlace es bastante chusco. El muy retrasado la dejó embarazada, tuvo que abandonar sus estudios universitarios y desertó avergonzada de nuestro círculo de amistades comunes. Aquello me entristeció, pero asumí al fin que la princesa me había salido rana y supe pasar página. Hace treinta años que no la he vuelto a ver, y me alegro, porque mis amigos del pueblo me dicen que el tiempo no la ha tratado bien; yo prefiero recordarla como la última vez, atolondrada como un jilguero, flexible como el bambú. Es curioso: no hay bochorno ni vitriolo en esas memorias, o seguramente no las compartiría. Acaso voltajes tan intensos sean impermeables al envenenamiento; o quizá le deba una lección, pues a la larga aprendí que sin tanta desmesura se puede querer mejor; tal vez sea la simple sinrazón de las cosas del corazón.
Pocos han cantado a la embriagadora estulticia del amor errado con el tino de Rufus Wainwright y su “Foolish love”. No es una sorpresa, porque si hay algo de lo que no tiene ni un pelo su obra es de boba. Descendiente de dos cantautores folk de prestigio reconocido, Wainwright es todo lo contrario al típico hijo del Ringo Starr de turno que acaba tocando la batería en un grupo que venera a los Beatles; en su mesilla de adolescente era mucho probable encontrarte un cedé de ópera, Edith Piaf o Judy Garland de que papá o mamá. Y así destiló un estilo en el que, en clave de opereta pop, se entrecruzan cabaret y cancionero americano, un poco como si al Freddy Mercury más pinturero lo vistiéramos de rigurosa etiqueta. Rufus es consciente de su talentazo, demasiado consciente incluso, y a lo mejor peca de querer escribir a cada momento la canción del siglo, pero sin duda es uno de los indispensables del cambio de siglo; en cuanto a “Foolish love”, está tan bien templada como el mejor acero toledano.
Cuando penaba de amores encontraba un cierto alivio agridulce en escribir apocalípticas baladas, en las que primaban las tonalidades menores y términos como “azul”, “lamento” y “frialdad”. Permanecen ocultas para la humanidad, lo que sin duda la humanidad agradece. Y más habiendo profesionales tan cualificados para este trabajo como Rufus Wainwright.
Foolish love / Rufus Wainwright
Foolish love / Rufus Wainwright letra y traducción
“Cigarrettes and chocolate milk” (Poses, 2001), “Go or go ahead” (Want one, 2003) y “The art teacher” (Want two, 2004).
La primera, “I can’t make you love me”, de Bonnie Raitt, fue el éxito más rotundo de esta cantante y guirrarista californiana, que en los setenta se ganó la estima de la crítica, no tanto la del público, con una serie de álbumes donde mezclaba blues, rock, folk y country con bastante fundamento, y que conquistó las listas de éxitos (acaparando ocho Grammys en el proceso) cuando dejó de empinar el codo y viró hacia el pop: hablamos de sus trabajos Nick of time (1989), Luck of the draw (1991) —que incluye el tema que nos ocupa— y Longing in their hearts (1994). Los autores de “I can’t make you love me”, Mike Reid y Allen Shamblin, se inspiraron para su letra en un insólito artículo periodístico sobre un tipo al que habían arrestado por emborracharse y disparar al coche de su novia. Tras imponerle la pertinente sanción, el juez le preguntó qué es lo que había aprendido. “He aprendido, señoría, que no puedes hacer que una mujer te ame si no quiere”. La canción es un esplendido acierto desde todos los puntos de vista, de los arabescos con el piano clásico de Bruce Hornsby (¿quién no recuerda su “The way it is”?) y el terso acompañamiento con el eléctrico hasta la contenida dignidad, emocionante a más no poder, que Raitt aporta a su interpretación. Se completó una sola toma de la canción: Bonnie se vació tanto en la primera que la atmósfera no se pudo recuperar (en una estrofa hasta se le quebró la voz, por lo que hubo que editarla).
I can’t make you love me / Bonnie Raitt
I can’t make you love me / Bonnie Raitt letra y traducción
Si “I can’t make you love me” representa la aceptación, con “I’m not in love” estaríamos en la fase previa, la negación. Más que una negación es una enmienda a la totalidad, porque el protagonista no admite ni el más obvio de los cargos; aunque la acumulación de pruebas es tan contundente que su caso está perdido. El enfoque es tan agudo como extravagante: justo las dos señas de identidad de 10cc, banda que hizo carrera en los setenta deconstruyendo astutamente los clichés de los géneros populares. (Para extravagante la leyenda urbana —luego desmentida por sus miembros— sobre el significado del nombre del grupo: sería el volumen de, ejem, semilla viril, que se derrama durante una eyaculación. Pero ya digo, es una leyenda urbana —y en todo caso tal cubicaje no está al alcance de ningún bípedo, salvo quizás el orangután de Borneo). Semillas viriles aparte, no paséis por alto el rasgo más característico de la canción, los coros. Tres de los componentes del grupo grabaron cada nota de la escala crómatica dieciséis veces, lo que da un equivalente de cuarenta y ocho personas por nota; luego se montaron bucles de cinta para dar una duración ilimitada a las mismas; finalmente se combinaron desde la mesa de mezclas para formar “acordes” subiendo el volumen a algunas y bajándoselo a otras; y se evitó a propósito que el volumen pudiera anularse del todo, quedando un residuo como “etéreo” de lo más peculiar.
I’m not in love / 10cc
I’m not in love / 10cc letra y traducción