Bryan Ferry y Mikhail Botvinnik

La música: “These foolish things” de Bryan Ferry

Los jóvenes de hoy miman su aspecto, eso es un hecho. Se engominan, se tonifican en el gimnasio, pulen los espejos a base de mirarse en ellos, hasta se depilan. Y, por supuesto, lucen ropa de marca. Lástima que algunas de las modas del momento sean tan arrabaleras. Gracias a Dios, parece que va caducando la histeria por mostrar los calzoncillos medio palmo por encima de la línea del cinturón, pero os juro que cuando los veo estrenar vaqueros que, por parecer usados, traen de fábrica agujereado el treinta por ciento de su superficie, se me corta la digestión.

Pero no, no voy a convertir esta entrada en otra edición de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, porque en cuestiones de indumentaria todas las generaciones hemos cometido atropellos. Yo mismo, sin ir más lejos, tengo graves pecados de los que arrepentirme. Por pura vagancia, delegaba en mi madre para que me consiguiera la ropa; y como ella se aprovisionaba sobre todo en el mercado callejero que los miércoles montaban en mi pueblo, pasaba lo que pasaba.

Un día, para “modernizarme” un poco, apareció con unos tejanos negros de los que entonces llamaban “láser”, eufemismo con el que se describía el resultado de cubrir el tejido base con manchas de lejía por todos lados. Como no tenía mucho más a mano les saqué bastante partido; hasta se les hizo un agujero en el lateral, este sí de puro desgaste (para ser más precisos se les saltó una costura, conforme mi talla de cintura, digamos, evolucionó). Solía combinarlos con una camisa a cuadros bien grandes, violeta claro y violeta oscuro, que tal vez mi madre comprara por el motivo ajedrecístico que sugerían. Y si no, con una granate con la que ni Tony Manero se hubiera arriesgado, porque era tan brillante que podías lesionarte las córneas si la mirabas directamente. En el entretiempo, acompañaba el conjunto con una rebeca que destacaba por su suave tacto pero todavía más por su estampado, a base de anchas bandas horizontales, que alternaban el verde pistacho con un marrón café con leche. Suerte que la infausta Ley de vagos y maleantes de Franco no estuviera ya vigente, porque aquel atuendo podía haberme costado fácilmente unos cuantos días de calabozo.

Todos, grandes y pequeños, deberíamos tomar ejemplo de Bryan Ferry, que desde su atalaya como frontman de Roxy Music, primero, y a lo largo de toda su carrera en solitario, después, lleva cuatro décadas convertido en árbitro de la elegancia, el glamour y el buen gusto en los a menudo costrosos y resudados escenarios del rock. En una ocasión, viajando con su familia a Nairobi, el avión fue secuestrado por un terrorista. Fijaos como resume la experiencia: “Fue una experiencia surrealista. Lo detuvieron cerca de mi asiento y recuerdo que lo único que podía pensar era que ese hombre llevaba puestos unos calcetines horrendos”. Para despejar dudas, os aclaro que se llevado al huerto a la mitad de las imponentes modelos que aparecen en las portadas de sus discos; su última conquista, ya con 67 años (admirablemente llevados, bien es cierto), ha sido una espectacular relaciones públicas que hace nada había salido ¡con uno de sus hijos!

No hubiera sido lo mismo con el timbre de, yo qué sé, un Rosendo, pero con su óptima estampa de crooner el caballero se ha puesto las botas. Y nada para sacarle lustre a una voz así como esas exquisitas tonadas de amor y lujo que nos regaló el periodo de entreguerras, entre las que “These foolish things” ocupa un lugar de privilegio. Compuesta hacia 1935 por los británicos Eric Maschwitz (letra) y Jack Strachey (música), relata la melancolía del primero cuando Anna May Wong, una actriz hollywoodiense de origen asiático con la que mantuvo un breve romance durante un rodaje en Londres, hubo de regresar a su país.

Si bien cosechó un cierto éxito, Anna May Wong nunca terminó de triunfar; aunque parezca inconcebible, los productores preferían a actrices mexicanas o húngaras maquilladas para hacer papeles de orientales. Y tampoco contrajo matrimonio: cuando en 1936 le preguntaron por qué, respondió que “estaba casada con su arte”, pero estáis a punto de escuchar la verdadera razón. Una pena, supongo, pero qué romántico y qué bonito.

These foolish things / Bryan Ferry
These foolish things / Bryan Ferry letra y traducción

Más canciones redondas de Bryan Ferry:

A un artista que se ha inspirado con más frecuencia en las revistas de alta costura que en las fonotecas no cabe exigir, quizás, grandes hitos del rock o el pop, pero sí discos impecablemente grabados y mejor cantados, y de estos no anda escaso. Dejando de lado su etapa con Roxy Music, su producción se divide en álbumes de versiones y otros con material propio (a veces mezcla una cosa y otra). De los primeros hay dos que os recomiendo especialmente, As time goes by (1999), centrado en exclusiva en standards de la época de “These foolish things”, y Dylanesque (2007), cuyo contenido se infiere fácilmente del título. As time goes by rebosa clasicazos así es innecesario distinguir ninguno en especial; Dylanesque, en realidad, también, pero como todavía tenemos fresco al de Minnesota en el blog sería un desvarío no aprovechar la ocasión para destacar Knockin’ on Heaven’s door. Es el tema cumbre de la banda sonora que Dylan grabó para Pat Garrett y Billy el Niño, pero no sé si por fastidiar, como siempre, lo despacha en poco más de dos minutos. Seguramente la conocéis por la versión de Guns’n’Roses, pero ya estáis tardando en escuchar esta, porque le pega cien patadas.

Como compositor no es que haya dejado un reguero de obras maestras, pero en 1985, aprovechando el rebufo de Avalon (el único trabajo de Roxy Music que me parece indiscutible), publicó Boys and girls, que incluye tres o cuatro cortes verdaderamente aprovechables. A destacar entre ellos Slave to love: música para bailar, sí, pero tal cool y sofisticada como un vestido de noche de Armani.

El ajedrez: Botvinnik-Alekhine, Amsterdam 1938

Una vez le leí a Kasparov que la capacidad para el trabajo duro, continuado y eficiente es un don tan excepcional, y tan valioso, como una elevada inteligencia. Curiosas palabras en boca de semejante superdotado, que tal vez tuviera en mente cuando las pronunció a su maestro y mentor, el patriarca del ajedrez soviético y sexto campeón mundial, Mikhail Moiseyevich Botvinnik (1911-1995).

Botvinnik fue el primer ajedrecista al que el calificativo “profesional” le cuadra hasta las últimas consecuencias. Estos fueron, por así decir, sus mandamientos: ejercicio físico regular pero moderado; dominio profundo de un abanico no demasiado grande de aperturas, poniendo el énfasis en los principios estratégicos por encima de los detalles tácticos; analizar exhaustivamente las partidas propias, así como las de los competidores y los maestros del pasado, y someter los análisis al escrutinio público para detectar posibles errores; estudiar a los potenciales rivales para identificar sus fortalezas y debilidades; y una objetividad implacable a la hora de juzgar las propias. En cierto modo, este enfoque tan científico del ajedrez de alta competición ya había sido anticipado por Euwe, pero lo del holandés fue un juego de niños en comparación con la disciplina espartana que se autoimpuso Botvinnik. Por ejemplo: para prepararse contra un adversario que fumaba, se buscaba entrenadores que también lo hicieran, y acabada la jornada de trabajo dormía en la misma habitación sin permitirse siquiera ventilarla.

Cuesta creer que semejante énfasis en la preparación le diera tanta ventaja como para ser campeón mundial durante quince años (excepto los breves interregnos de Smyslov en 1957 y Tal en 1960), pero ahí están los datos. Y eso que la guerra frustró un match que ya había apalabrado con Alekhine para 1939, porque a la vista de cómo lo barrió del tablero en el memorable torneo AVRO, disputado en Holanda un año antes, nos podíamos haber ido al cuarto de siglo como el que no quiere la cosa.

¿Cómo se explica entonces que solo cuatro años más tarde quedara quinto en el campeonato soviético?

La partida es interesante porque pone sobre el tapete un debate que venía de antiguo; el de la presunta debilidad de un peón central aislado. Así lo había afirmado categóricamente Steinitz, y eso es lo que se creyó durante años, aunque no unánimemente: Tarrasch fue una notable excepción. Pero fue Botvinnik quien supo demostrar todo su potencial, y en sus manos se convirtió en un arma peligrosísima. En la partida aparecen dos peones aislados frente a frente, pero ya veréis qué colmillos terminan saliéndole al suyo.

El éxito de Botvinnik, como decía, no es fácil de diseccionar. No tuvo, eso seguro un don innato para el juego a la manera de un Morphy o un Capablanca, entre otras cosas porque aprendió a jugar ya con doce años. Por si no fuera ya bastante difícil, simultaneó su carrera con la de ingeniero eléctrico primero (llegó incluso a doctorarse) y experto en inteligencia artificial después. Es verdad que el Estado siempre le cubrió las espaldas, y que en momentos puntuales, pero críticos, el viento le sopló a favor: la delicada situación política de Keres en 1948, las tribulaciones familiares de Bronstein (su padre pasó varios años encerrado por sus ideas políticas) en 1951, la neumonía de Smyslov en 1958, el exceso de confianza de Tal en 1961… pero al fin y al cabo era él quien movía las piezas. Os he comentado que empezó a jugar con doce años, un perfecto don nadie y además de padre y madre judíos. ¿Cómo se explica entonces que solo cuatro años más tarde quedara quinto en el campeonato soviético?

Pues sí, la trayectoria de Botvinnik es todo un enigma. Creo que las palabras de otro campeón del mundo, Vladimir Kramnik, la resumen a la perfección, precisamente por su obvia inconsistencia: “No fue un genio, pero su carrera fue la de un genio”.

Botvinnik-Alekhine, Amsterdam 1938

Más partidas memorables de Mikhail Botvinnik:

Botvinnik fue un todoterreno que lo mismo te desataba un ataque tan fulgurante como el que destrozó a Portisch en Mónaco 1968, que te jugaba un final de torres con la incansable precisión de un samurai (véase, por ejemplo, su partida en Moscú contra Boleslavsky de 1941).

Pero sin duda hay que dejar un hueco especial en las vitrinas para la fantástica partida que le ganó a Capablanca en el mismo torneo AVRO (esta vez en Rotterdam) de 1938. Frente a la defensa nimzoindia del cubano, Botvinnik implementa un plan que rompe con todo lo establecido hasta entonces en esa apertura, y remata la faena con una doble entrega de pieza (¡en el final!) que se resuelve doce jugadas después. Si Botvinnik no fue un genio, ese día lo disimuló de maravilla.

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