Por muy de aldea que seamos, mira que nos gusta sacar pecho. Excepcionalmente algunos, digamos los de Aracataca, con un Nobel de Literatura que encima va y los inmortaliza en una de las novelas cumbre del siglo XX, lo tienen chupado, pero en general cuesta; las mayores glorias que mi pueblo ha aportado a la humanidad han sido un futbolista internacional y una musa del destape de los tiempos de la Transición. También podría ser peor; lo único que Kearney, un villorio del condado de Clay, Misuri, esgrime en su hoja de servicios, es haber sido el lugar donde los hermanos Ford dieron pasaporte a Jesse James. Incluso celebran un festival anual para honrar su reprobable memoria, que incluye actividades tan risibles como un concurso de pesca y hasta un torneo de voleybarro (no es una errata) que, no sé a vosotros, pero a mí no me hacen evocar ni por lo más remoto al temible forajido. Si yo volviera a nacer, creo que lo me gustaría es ser de Leupoldsgrün, en Alemania. Unas vistas de vértigo, un pizpireto campanario y apenas mil y poco habitantes, seguro que la mayoría con pingües sueldos y/o pensiones y un chalet en Mallorca; y para redondearlo, el sitio donde nació y pasó su vida entera el mundialmente famoso, al menos entre los problemistas, Rätselonkel (“Tío Acertijos”).
Fritz Emil Giegold (1903-1978) se hizo acreedor a tan curioso sobrenombre en virtud a los enigmáticos, extravagantes y dificilísimos problemas con los que deleitó y a la vez torturó a incontables aficionados a lo largo de su medio siglo de carrera. Se especializó en mates largos donde el juego de las negras es forzado pero las blancas deben encontrar movimientos muy enrevesados y con frecuencia inverosímiles. Editó la columna de ajedrez del diario Frankenpost desde 1948 hasta 1978 y colaboró con otras muchas publicaciones, en general no especializadas, lo que explica en parte que, a pesar de sus más de ochocientos problemas, su trabajo fuera poco valorado por los especialistas. Y sin embargo, por estilo y facultades, a menudo se le compara con Loyd; nunca fue un compositor académico, sumiso a las restricciones de tal o cual escuela; tan “solo” aspiraba a hacer disfrutar a sus lectores. En la vida real trabajó en un banco, primero, y luego como contable de un importante empresa textil. Fue además un certero tirador y un experto recolector de setas, con lo que si añado que nunca se casó tampoco os lleváis la sorpresa del año. En 1962 coescribió, con Walther Horwitz, el libro Zaubereien auf dem Schachbrett (“Magia en el tablero”), y tras su muerte se editaron dos antologías de su obra: Fritz Giegold – 200 problematische Einfälle und Ideen de Herbert Engel y Karl-D. Schulz (1982) y Problemsammlung von Fritz Giegold de Herbert Engel (1985).
El tema de la clave paradójica ya se ha tratado en este blog, pero lo de Giegold es caso aparte porque toda su producción va de eso. Para el problema de hoy, una de sus obras maestras, concibió una maniobra de la torre con la que ya rizó el rizo. Me viene de escándalo un frase de Amar Bose, el heterodoxo fundador, dueño y director ejecutivo de la Bose Corporation (esa compañía que diseña unos altavoces tan molones), actividad que compaginó durante décadas con una cátedra en el MIT, que tampoco es cualquier cosa: “Nadie ganó nunca una partida de ajedrez jugándosela en cada movimiento. A veces hay que retroceder para dar un paso al frente”. Obviamente no era de ajedrez de lo que hablaba Bose, pero la torre de Giegold sigue sus instrucciones al dedillo; su obsesión por alejarse del mundanal ruido es tal que por poco no acaba ingresando en un convento.
Problema de F. Giegold, Zeit-Magazin 1976
Schach-Echo 1968 (mate en 4, 1.h4), Stern 1969 (mate en 3, 1.Qa2) y Die Welt 1971 (mate en 4).