“The scientist” y “Christmas lights” de Coldplay

Hace unas semanas se conmemoró el centenario del descubrimiento de la relatividad general. Gracias a la simpar intuición de Albert Einstein, sabemos desde entonces que la fuerza de la gravedad es tan solo una ficción: si dos masas parecen atraerse, es solo porque se desplazan del modo más eficiente posible por el entramado de un espacio-tiempo continuamente deformado por la presencia de dichas masas (acordaos si tropezáis algún día y os saltáis un par de dientes, a lo mejor os sirve de consuelo). Con todo lo genio que era, que lo era, con Einstein siempre me queda la incómoda sospecha de que sería mucho menos famoso si se hubiera peinado a raya, usado calcetines y tenido menos don para las frases ingeniosas, pero para una vez que la ciencia teórica llega a las portadas de los medios no protestemos encima.

Así como la relatividad general explica el mundo a gran escala, el de las galaxias y constelaciones, la mecánica cuántica nos permite explorar lo indeciblemente diminuto. En sus respectivos ámbitos de aplicación las dos teorías funcionan con una precisión extraordinaria, pero hay un problema: proponen descripciones de la realidad radicalmente irreconciliables. Einstein pasó el resto de su vida buscando una teoría unificadora donde cupieran lo grande y lo pequeño, pero no tuvo éxito, como tampoco lo han tenido quienes le han sucedido. Por fortuna la música es mucho más simple que la cosmología, quizá porque los humanos no somos más que polvo de estrellas, y aquí sí funciona una “teoría unificadora del todo”. Como lo oís. Esencialmente, predice que las “fuerzas” (los grandes géneros) siempre responden al mismo patrón: 1) eclosión; 2) celebración; 3) hipertrofia; 4) ruptura; 5) delirio y extinción; 6) canonización.

Comparad, si no me creéis, la evolución histórica de la música clásica y el jazz. En el principio, casi por arte de magia o generación espontánea, se delinean las formas: el Barroco consagra la tonalidad y el concierto como estructura básica, en San Luis y Nueva Orleans germinan, aparentemente disconexos, el ragtime y el dixieland. La caldera coge presión y de la mano del clasicismo de Haydn y Mozart, del swing de Louis Armstrong y Benny Goodman, nos ponemos enseguida a velocidad de crucero. La hegemonía trae consigo la opulencia y una cierta autoindulgencia: es el tiempo de las grandes orquestas románticas, la era de las Big Bands. La fractura contestataria es el corolario inevitable, y así se explican el impresionismo y el bebop. Al final del camino, surcados todos los mares, visitados todos los puertos, no cabe más salida que renegar de las esencias. Ni las vanguardias dodecafónicas ni el free jazz precisan oyentes, pues su música se sirve a sí misma, pero el autismo conlleva la irrelevancia. Cuando el polvo del desplome se asienta, queda un destilado imperecedero como estándar del género, a veces anticipado por grabaciones de época (las de Billie Holiday para la Verve son el ejemplo obvio), otras casi constituyendo un subgénero en sí mismo (las bandas sonoras sinfónicas de John Williams, Ennio Morricone y tantos otros maestros).

¿Y qué pasa con el rock? Pues tres cuartos de lo mismo: 1) los pioneros del rock & roll, Elvis a la cabeza; 2) Beatles y Rolling Stones (la duda ofende); 3) el rock progresivo; 4) el punk; 5) de las tropelías ruideras de Sonic Youth, My Bloody Valentine, Nirvana y compañía a las abstrusas sonoridades del Radiohead post-Ok computer. ¿Pretendo acaso sugerir que el rock está ya tan agotado como el jazz o la clásica? Y tanto: más tieso que Tutankamon. Tan solo que, como Bruce Willis en El sexto sentido, aún no ha caído en la cuenta.

El de Coldplay es un ejemplo totalmente al punto, porque el tufo a fiambre de sus últimos trabajos tira de espaldas. No debería haber sido así. Tras su prometedor aunque todavía algo inseguro Parachutes (simbólicamente aparecido el mismo año, 2000, en que Radiohead se lanzaron al abismo con Kid A), A rush of blood to the head (2002) los posicionó como nuevos referentes del rock mundial. Introspectivas, exquisitas (para mí “The scientist” es el “Let it be” de los dos mil, así de claro lo digo), catárticas y guitarreras, las canciones de A rush of blood to the head eran justo las que que el fandom quería escuchar, con el plus de que su líder, el mediático Chris Martin, parecía haber concebido una sorprendente, inusualmente empática manera de cantarlas. Unas décimas menos inspirado, X&Y (2005) sigue todavía la senda de su predecesor, pero Viva la Vida or Death and all his friends (2008), aunque aclamado como un refrescante punto de inflexión en su carrera, emite ya algunas señales preocupantes: falta chispa (¿recordáis las acusaciones de plagio, discretamente resueltas, en relación a “Viva la Vida”?) y sobran guiños demagógicos de llenaestadios baratos. La apuesta por el tecno-pop de masas de sus siguientes trabajos, simbolizada por los indignantes cameos de las archipedorras Rihanna y Beyoncé, ha confirmado los peores pronósticos; ¡si hasta hay un hueco en el último disco para Gwyneth Paltrow, la ex de Martin! ¿No os parece el colmo del buenrollismo?

¿Pretendo acaso sugerir que el rock está ya tan agotado como el jazz o la clásica? Y tanto: más tieso que Tutankamon

No sé, a lo mejor me puede el pesimismo; a lo mejor aún se nos redime el que a pesar de los pesares sigue siendo “el grupo” con mayúsculas del rock del nuevo milenio. En última instancia, hablamos del mismo Chris Martin que ha declarado que “Nightswimming” es la mejor canción de todos los tiempos, y que daría su “huevo izquierdo” [sic] por escribir algo tan bueno como Ok computer. Sin llegar a cirugías tan extremas, acéptame un par de consejos, Chris. De primeras, y por higiene elemental, orden de alejamiento para todas esas petardas con las que grabas últimamente (¡no te falta más que Miley Cyrus, por Jesús, José y María!). Y sobre todo, entiende que no se puede estar en misa y repicando, que el populacho es demasiado obtuso para digerir la música buena de verdad. Vale, técnicamente no es imposible del todo (pasó una vez, en Liverpool, hace ya medio siglo) pero hace falta escribir muchos, muchos “Let it be”, para conseguirlo.

The scientist / Coldplay
The scientist / Coldplay letra y traducción

Tal domingo como hoy, hace justo cuatro años, echó a andar música y ajedrez de diez. Y ha querido la casualidad que esta sea la entrada 199 del blog, así que se me ha ocurrido que la próxima sirva como “especial bicentenario”. Será, como su nombre indica, bastante especial (entre otras cosas porque en ella anunciaré importantes novedades para el futuro) y me llevará un tiempo prepararla, pero espero tenérosla lista como regalo de Reyes. Entretanto, y dado que me gusta adornar estas fechas con la pertinente canción “temática”, qué mejor que recurrir a “Christmas lights”, publicada por el grupo como single las Navidades de 2010. Atención porque no se trata del clásico apañete para hacer caja con el que tantas superestrellas se han puesto en evidencia por estas fiestas, o al menos no lo parece; antes al contrario, es una de las mejores canciones de su repertorio y, visto lo visto (Xylo Myloto, que hasta en el título es hortera, es lo siguiente que grabaron), su canto de cisne. Encima, con su nítida división en dos compases, casi parece una metáfora de su carrera. Danos más de esto, Chris, y creeremos de nuevo en los Magos de Oriente.

¡Hasta Reyes, entonces, y feliz Navidad!

Christmas lights / Coldplay
Christmas lights / Coldplay letra y traducción

Más canciones redondas de Coldplay:

“Trouble” (Parachutes, 2000), “In my place” (A rush of blood to the head, 2002) y “Strawberry swing” (Viva la Vida or Death and all his friends, 2008).

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