Solaris de Stanisław Lem

Mal que le pese a la crítica anglosajona, cuyo ombligo tiene el diámetro de la Vía Láctea, Solaris es una de las obras capitales de la ciencia ficción. Se entiende el resabio: Stanisław Lem pensaba, y no se lo callaba, que el nivel literario del género en Estados Unidos era paupérrimo. Peor todavía: subvirtiendo el más sagrado de sus asuntos, el del contacto con una inteligencia alienígena, el libro cobra tintes de parodia. Porque el océano que cubre Solaris es aparentemente consciente (el planeta orbita en una trayectoria contraria a las leyes físicas), y sin embargo se muestra impermeable, desde hace décadas, a toda clase de comunicación. El diálogo de sordos se torna bidireccional cuando los científicos de una estación de vigilancia reciben unas sorprendentes e indeseadas visitas; en el caso del protagonista del relato, Kris Kelvin, un enamorado (e indestructible) clon de su esposa, de cuyo suicidio, años atrás, se siente responsable. La maestría con que Lem encierra a Kelvin en el laberinto lógico, psicológico y emocional que supone reencontrarse con quien es y no es a la vez su amor perdido basta para hacerle un hueco a Solaris en mi top cien; y no obstante, no es más que una trama subordinada a la tesis principal de la novela. La cuestión de fondo es que no es posible imaginar inteligencias ajenas a la nuestra, y todo esfuerzo en tal dirección es vano. El pecado no es solo de la ciencia ficción; la solarística deviene tan carente de propósito como la teología.

Solaris
Solaris (original en polaco)

Música y ajedrez que vienen a cuento:

Solaris se ha llevado a la pantalla en tres ocasiones, de las que debemos descartar de inmediato dos: el telefilme ruso de 1968, porque lo habrán visto unas siete personas a este lado de la Puerta de Brandenburgo, y la película norteamericana de 2002, porque es infame. Esto último ofende especialmente en vista de los monstruos de la industria que la perpetraron, Steven Soderbergh (director), George Clooney (protagonista) y James Cameron (productor); no pienso perdonárselo hasta que no peregrinen de rodillas a la tumba del maestro Lem en Cracovia. Nos quedaría la de 1972, Gran Premio del Jurado en Cannes y jaleada en su día como la respuesta soviética a la eterna 2001: Una odisea en el espacio de Kubrick. El padre de la criatura, cómo no, Andrei Tarkovski, a quien debían de pirrarle este tipo de dramas metafísico-futuristas. Mitad genial y mitad anestesia general, es decir, en su línea, la cinta (lo mismo que la de Soderberg) se centra en la empanada romántica entre Kris y su reconstruida Harey, lo que no entusiasmó especialmente al escritor polaco: “Si hubiese querido escribir un libro sobre las cuitas eróticas de la gente lejos de la Tierra lo habría titulado Amor en el espacio exterior y no Solaris”, vino a decir. Lo que no cabe discutirle a Tarkovski es su buen oído: el preludio coral de Bach que se escucha repetidas veces en la película no puede estar mejor traído, porque así era justo la música de este genio, profunda e indescifrable como un océano. Para el ajedrez me vale la partida de Janowski que colgué hace (relativamente) poco, no tanto por la ascendencia polaca del sujeto, que también, como por el clon pero no del todo de la misma que disputaron Mikenas y Kashdan en la Olimpiada de Praga.

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