Diana Krall y Larry Evans

La música: “Let’s face the music and dance” de Diana Krall

Dudo que a estas alturas de la vida quede alguien en el planeta Tierra que ignore lo que le ocurrió al trasatlántico Titanic en 1912.

De entre las muchas historias de valor y heroísmo que se sucedieron aquella aciaga noche de abril destaca una muy especial, que también conocéis casi todos. Es tan insólita, de hecho, que posiblemente la tengáis computada como una exageración (si no una pura invención) de los guionistas de Hollywood. Sin embargo, es real. Es la historia de la orquesta del Titanic.

Es la historia de ocho jóvenes temerarios, comandados por el violinista Wallace Hartley (lo tenéis a la izquierda), que al principio en el salón de primera clase, y luego en la misma cubierta, se esforzaron por calmar al pasaje con sus melodías mientras se llenaban los escasos botes salvavidas y el barco se inundaba. Un superviviente afirmó después haber visto como un golpe de agua se llevaba a la mitad de ellos, y como a continuación la proa se hundió arrastrando consigo al resto, no sin que antes Hartley exclamara: “Caballeros, me despido de ustedes”. No sé qué tomaba esta gente para desayunar, pero tenerlos los tenían bien puestos.

No sé qué tomaba esta gente para desayunar, pero tenerlos los tenían bien puestos

Queda, no obstante, un misterio por aclarar de aquel episodio, el de qué canción fue la última que interpretaron esa noche. Por lo visto el himno “Nearer, my God, to Thee” (“Más cerca de tí, Dios mío”) es la candidata más probable, pero si el desastre hubiera ocurrido veinticinco años después estoy seguro de que unos tipos tan corajudos hubieran escogido, sin dudar, “Let’s face the music and dance”.

Irving Berlin compuso esta canción en 1936 para “Follow the fleet”, un musical hollywoodiense a mayor gloria y lucimiento de Fred Astaire y Ginger Rogers. La entrañable pero almibarada versión de Ginger y Fred acusa el paso de los años, así que he optado por una interpretación más reciente, espolvoreada con una inesperada pizquita de bossa nova. En general opino que los violines mezclan regular con el jazz, y todavía peor con la bossa nova, pero “Let’s face the music and dance” necesita violines, y Diana Krall los alista para la causa con muchísimo estilo. La artista canadiense se ha convertido desde hace años en un referente del jazz contemporáneo que podríamos apellidar “popular”, y escuchando versiones como esta es fácil entender por qué.

En “Let’s face the music and dance” Berlin nos habla, con la sencillez y la clarividencia de los clásicos, del inexplicable poder, casi alucinógeno, de la música para hacernos remontar el aquí y ahora y llevarnos lejos, muy lejos. Vale, el ejemplo de Hartley y sus muchachos es extremo, por no decir disparatado, pero no os quedéis con eso. Se trata sobre todo, nos dice Berlin, de que aunque el pronóstico meteorológico anuncie chaparrones para el fin de semana, aún falta un tiempo para eso y por lo pronto luce un sol espléndido. Así que, por favor, dejad el paraguas en casa.

Let’s face the music and dance / Diana Krall
Let’s face the music and dance / Diana Krall letra y traducción

El ajedrez: Evans-Opsahl, Olimpiada de Dubrovnik 1950

Irving Chernev, un estupendo y muy singular autor, escribió lo siguiente sobre la partida de hoy:

Llamar obra maestra a esta partida es no hacerle justicia. Es más que eso. Es una sinfonía interpretada sobre un tablero con una orquesta de piezas y peones.

Consta de cuatro movimientos, cuyo estilo y tempo podemos describir así:

  1. El ataque de minorías — alegre y con vigor (este es el tema dominante del movimiento, y determina el desarrollo de toda la composición).
  2. El rondó del caballo — ágil y con gracia.
  3. Las maniobras de la torre — con energía y espíritu.
  4. El gran final de peones — sencillo y preciso.

Tras lo anterior puede haberse quedado con la idea de que esta partida me vuelve loco, y que hubiera deseado que durara más de los 81 movimientos que tiene. Si es así, he conseguido darle la impresión correcta.

Tras semejante panegírico poco me queda que añadir a mi, salvo una breve reseña sobre el ganador, el norteamericano Larry Evans (1932-2010). La partida se disputó en la Olimpiada de Dubrovnik de 1950 y sí, las fechas son correctas: Evans tenía dieciocho años cuando la jugó. Más aún, consiguió en aquella olimpiada el mejor resultado individual (ocho victorias y dos empates) de todos los participantes.

Un espectacular arranque para una carrera que no dio de sí todo lo que se esperaba, aunque no pocos hubieran firmado ganar cinco campeonatos de Estados Unidos como hizo él. Quizás nunca echara toda la carne en el asador, pues desde el principio se las apañó bastante bien como comentarista, articulista y escritor (en los tiempos de la partida había publicado ya dos libros, uno de ellos sobre el torneo de Viena de 1922 y el otro una colección de partidas de Bronstein). Eso sí, hay que reconocer que el rigor histórico no era lo que se dice su fuerte, como puso de manifiesto Edward Winter en su publicación electrónica Chess Notes. Winter ha seguido actualizando su vitriólico artículo, titulado “The facts about Larry Evans”, incluso después de morir este, que ya son ganas.

Pero es la verdad ajedrecística la que nos concierne, y en lo que incumbe a la presente partida ni siquiera el irascible Mr. Winter podrá plantear objeción alguna. Ahora bien, como suele decirse, hacen falta dos para bailar un tango. La trayectoria del veterano ajedrecista noruego Haakon Opsahl en la Olimpiada de Dubrovnik fue el reverso tenebroso de la de Evans (apenas unas tablas en nueve partidas) pero aquí, quizás espoleado en su amor propio ante la perspectiva de ser derrotado por un niñato, defendió a brazo partido cada centímetro cuadrado del tablero. El resultado es una batalla de proporciones homéricas.

Evans-Opsahl, Olimpiada de Dubrovnik 1950

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