La música: “Wand’rin’ star” de Lee Marvin
Yendo al trabajo por las mañanas atajo por un camino vecinal para ahorrarme unos cuantos semáforos. Es parte de una vía que en tiempos pasados, hace siglos incluso, tuvo un papel relevante en el negocio de la cría del gusano de seda, tan floreciente entonces en esta región. Acuchillada en perpendicular por carreteras modernas, que la trocean en pequeños fragmentos, nada queda ya que nos recuerde su antiguo esplendor. El tramo al que me refiero no supera el kilómetro de longitud y es tan feo como la cara de Judas. Está flanqueado por bancales devorados por las cañas y el cerriche y unas pocas, y viejísimas, casas; algunas habitadas por lugareños tozudos que se resisten a marcharse de donde siempre han vivido; otras, que algún listo compró por el presunto valor de su parcela en los años locos del despilfarro inmobiliario, sirven de techo momentáneo a inmigrantes del Este sin mejor lugar donde refugiarse.
Cuando transito por esta vía me cruzo con frecuencia con una anciana muy peculiar, que marcha en dirección opuesta. Viste siempre igual, rebeca granate sobre vestido marrón y pañuelo al cuello, y su rostro, adusto y casi fiero, muestra a las claras que es oriunda de estas tierras. Se la distingue, sobre todo, por el ángulo imposible que dibuja su pierna izquierda a la altura de la rodilla, consecuencia más que probable de una antigua fractura mal curada. Avanza, pues, con infinita lentitud, sin otra ayuda que la de un bastón. Me la he tropezado en muy diversos puntos del camino, así que no tengo ni idea de dónde viene, ni cuál es el propósito de su excursión matutina, pero me tiene fascinado. Mis raíces, tanto maternas como paternas, se hunden en la tierra de la huerta, así que conozco muy bien a esta gente: austera, noble, generosa si la ocasión lo requiere y sobre todo dura, dura como el granito. Ojalá siga cruzándome con ella muchos días; es esta generación de titanes, y ninguna otra, la artífice de ese “estado del bienestar” por el que nuestros bien alimentados líderes sindicales tanto lloriquean. Los echaremos de menos (a los primeros, se entiende) cuando ya no estén porque son irreemplazables.
Me apetecía dedicarle una canción a mi vieja y misteriosa señora del camino. “Wand’rin’ star”, amén de ser un digno colofón a las fiestas que hoy despedimos, le va como anillo al dedo. Algunos la recordaréis de La leyenda de la ciudad sin nombre, una de esas clásicas películas familiares que Televisión Española programaba por estas fechas en los tiempos (no necesariamente peores) en que tenía el monopolio de la pequeña pantalla. Lee Marvin, que hacía el papel del pendenciero, borracho pero en el fondo tierno Ben Rumson, la canta conforme se aleja de la “ciudad sin nombre”, que acaba de derrumbarse sobre la red de túneles excavados por los avariciosos buscadores de oro.
La canción fue un gran éxito en el Reino Unido, donde ocupó tres semanas el número 1 de las listas e impidió la llegada a lo más alto de “Let it be”, nada menos. Y eso que los críticos se despacharon a gusto con Lee Marvin diciendo que no tenía un pase como cantante. Alguno llegó a describirlo como una “gárgola gorgoteante”, comparación en la que abundó una compañera de reparto al asemejar su voz con “el ruido del agua circulando por una tubería oxidada”. No andaban desencaminados del todo, pero no nos equivoquemos: es exactamente la voz de Marvin, ni más ni menos, la que mantuvo a raya a los Beatles y ha convertido a “Wand’rin’ star” en un clásico.
Wand’rin’ star / Lee Marvin
Wand’rin’ star / Lee Marvin letra y traducción
Svetozar Gligorić escribía una columna periodística muy popular, titulada “The game of the month”, que vendía a diversas revistas especializadas de todo el mundo, y donde conjugaba con tino explicaciones muy didácticas, análisis más concretos y jugosas anécdotas. Por un tiempo la española Jaque fue una de ellas, coincidendo con la época en la que yo invertía una parte importante de mis escasas reservas pecuniarias en pagarme la suscripción. Fue en su artículo de diciembre de 1981 donde descubrí la partida de hoy, y desde entonces es una de mis absolutas favoritas.
Enfrentó al soviético, de origen bielorruso, Lev Polugaevsky (1934-1995) y al filipino Eugene Torre (¡qué fabuloso apellido para un ajedrecista!) en el torneo de Moscú de 1981, el evento más importante de aquel año descontado el Mundial que Karpov y Korchnoi disputaron en Merano. Polugaevsky fue un fortísimo jugador que se mantuvo durante un cuarto de siglo en la élite del ajedrez, periodo en el que, entre otros éxitos, ganó dos veces el campeonato de la URSS y se clasificó otras cuatro para el ciclo de Candidatos. La hoja de servicios de Torre no tiene tanto lustre, pero ni mucho menos era un pelanas. Fue el primer gran maestro asiático y justo en la época de la partida atravesaba su mejor forma; unos meses después se impuso en el Interzonal de Toluca (México), convirtiéndose así en candidato al título por primera y única vez en su carrera. Torre, por cierto, está en posesión de un formidable récord: ha disputado la friolera de 21 olimpiadas (la última el pasado año en Estambul). Se celebran cada dos años, así que echad cuentas…
Polugaevsky es justamente recordado como uno de los teóricos más temibles de la historia del juego, y ninguna partida lo acredita mejor que la que estáis a punto de ver. La novedad que implementó fue tan insólita que si se echa una mirada al tablero tras la jugada 18 de las blancas lo primero que uno piensa es: “Imposible. Esto debe de ser un estudio o algo así, no tiene sentido que se llegue a semejante posición en una partida real”. Tan insólita que incluso Bagirov, el segundo de Polugaesvsky y el único que estaba al tanto del secreto, jugó más de una vez la variante ¡con negras!, seguro de que a nadie se le podía ocurrir semejante idea más que a su jefe.
Una cosa importante que debéis saber acerca de la partida es que, según el veredicto “oficial” de los sabios, Polugaevsky estropeó en las últimas jugadas su obra maestra con un par de errores que, de haber estado Torre más acertado, podían haberle costado una más que merecida victoria. Este juicio se basa, principalmente, en las propias notas del vencedor, cuyo rigor en el análisis era, como se ha indicado antes, legendario. Kasparov, sin ir más lejos, se remite en este punto a las variantes de Polugaevsky cuando comenta la partida en su tercer volumen de Mis geniales predecesores. Pero los potentísimos programas de los que hoy disponemos tienen, como la parca, el don de igualar a príncipes y plebeyos, y al menos el mío dice algo muy distinto. Y lo que dice, en suma, es que los supuestos errores de Polugaevsky no son tales porque a pesar de encontrarse todo el tiempo en un situación dificilísima, Torre se defendió de manera magistral, manteniendo siempre (por muy estrecho margen) la partida dentro de los límites del empate hasta el definitivo error de la jugada 35.
Como dije hace un momento, la idea de Polugaevsky no tiene parangón en los anales del ajedrez, pero si queréis saber más detalles tendréis que comprobarlo por vosotros mismos. Tan solo añadiré que si los dramas carcelarios son lo vuestro, y disfrutasteis como yo creo con las partidas Gusev-Averbakh y Kupferstich–Andreassen, con esta vais a gozar como enanos.
Tras la excelsa barbaridad de acabáis de contemplar, que el propio Polugaevsky valoraba con lo mejor que había conseguido inventar jamás, cualquier otra cosa que os sugiera os sabrá a poco. Hay otra partida, no obstante, la Polugaevsky-Tal, Moscú 1969, que no le anda muy lejos; un demoledor sacrificio que había preparado meses antes con Spassky en una sesión de entrenamiento conjunta. La partida se disputó en el campeonato soviético de ese año, donde Polugaevsky compartió laureles con Petrosian, aunque perdió el posterior play-off. Se cuenta que Geller, otro de los participantes en el campeonato, entró por casualidad en la habitación de Polugaevsky la mañana de la partida y se encontró una posición sobre el tablero; ¡la misma, para su asombro, que apareció esa tarde, tras la jugada 25, en la mesa de Polugaevsky y Tal!