“The holly and the ivy” de George Winston

Ya pueden trinar los anticlericales, pero lo que está claro está claro: las cuestiones de ritual y tradición se le dan a la Iglesia… divinamente. Son dos mil años de experiencia, de ensayo y error, como para que ahora vengan los modernillos con ocurrencias. ¿Va a ser lo mismo una pila bautismal con su agua bendita y sus cirios que un concejal leyéndole al recién nacido la Declaración de los Derechos del Niño? Vamos hombre…

Sin duda, uno de los grandes aciertos históricos del departamento de marketing del Vaticano ha sido reciclar para la causa toda costumbre pagana que tuviera un mínimo pase, y el solsticio de invierno era una bicoca demasiado evidente para pasarla por alto. (Algún santotomás alegará que ya es coincidencia que el Mesías viniera al mundo justo ese día, pero piénsese un poco: si el Espíritu Santo goza de la nada trivial habilidad de dejar encinta a una virgen, es de suponer que sabría echar las cuentas antes de visitarla nueve meses antes. Es que es de sentido común). Ni siquiera detalles tan nimios como la decoración se han pasado por alto. Por estas latitudes tiramos más de la flor de pascua, pero en los gélidos yermos septentrionales el acebo y la hiedra siempre se han considerado especiales por su sorprendente capacidad para mantenerse verdes en lo más crudo del invierno. La tradición druídica enseguida los dotó de esencia mágica: el acebo era el principio masculino, asociado con el calor y la luz; y la hiedra el lado femenino, afín al frío y la oscuridad. (Ya, ya, ¿qué queréis que os diga?). El cristianismo solventó un poco el desaguisado identificando a la hiedra con María, pero el acebo siguió acaparando el protagonismo: sus hojas puntiagudas pasaron a representar la corona de espinas del Crucificado, y sus resultonas bayas rojas las gotas de sangre que manaban de su frente (lástima que no lleven una almendra dentro, que esa sería la madera de la cruz, lo más probable).

Sabido lo cual se comprende que exista un villancico británico titulado precisamente “El acebo y la hiedra”, que por lo visto se remonta al siglo XVIII y bebe de una fuente francesa todavía más antigua. Cecil Sharp fijó la versión estándar en 1911; George Winston, en su formidable December, lo redefine de arriba a abajo. El compositor de Montana describe su propia música como “piano folk rural”, que es como decir que os vayan dando porque un piano de cola no es el típico instrumento que viene de serie en el mobiliario de una cabaña. Clásica no es, por mucho que Eric Satie asome aquí y allí, y jazz tampoco, aunque su deuda con el Keith Jarrett de The Köln concert es obvia. ¿Minimalista? Demasiado sustancial. ¿New age, como fue promocionada en su momento y que es todavía la etiqueta que más habitualmente se le aplica? Yo no me imagino escuchándola en la consulta de mi dentista. Mirad lo que os digo: como no sea “piano folk rural”…

The holly and the ivy / George Winston
The holly and the ivy / George Winston

Más canciones redondas de George Winston:

“Moon” (Autumn, 1980), “Joy” (December, 1982) y “Lullaby” (Summer, 1991).

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