Ella Fitzgerald y Comins Mansfield

La música: “Cry me a river” de Ella Fitzgerald

Estaréis contentos, chupasangres de Hacienda, lo habéis conseguido. Como Winston Smith al final de 1984, me he vencido a mí mismo definitivamente y ahora amo al Gran Hermano. Si pusierais a Messi a la sombra un par de temporaditas mi sumisión ya sería total, pero eso es soñar despierto.

Al igual que la de Winston mi evolución ha sido gradual. La primera vez que nos recortaron el sueldo a los funcionarios allá por 2010, me pasé una semana mordiendo a todo el que se me ponía a un metro de distancia; superé el disgusto por la supresión de la paga extra de Navidad del año pasado en apenas una tarde; y cuando ahora veo al ministro con las tijeras en ristre en televisión, casi me da lo mismo que cuando mi peluquero las saca del cajón para cortarme el pelo.

Me parece que mi punto de inflexión, mi equivalente a la Habitación 101 de Winston Smith, ha sido un compañero de trabajo. Es de los más veteranos y cobra un sueldo muy notable, pero si lo oyes despotricar jurarías que las pasa canutas para llegar a fin de mes. Está todo el día junto a la máquina del café, acechando en busca de presas a las que dar la brasa; yo creo que el pavimento ha cedido allí un par de milímetros simplemente de aguantar tanto tiempo su peso. Y a mí me da por pensar que las horas que pierde triplican de largo los recortes que ha sufrido su salario, y en cuántos habrá como él en las administraciones publicas, y en que a lo mejor, en media, los Celosos Guardianes de las Arcas Públicas pueden haber sido hasta magnánimos.

Ya veis, conviene dar esquinazo a estos cansinos, que luego a uno le empiezan a rondar ideas raras por la cabeza. Para ello, la rica lengua de Cervantes pone a nuestra disposición alternativas como “ya será menos”, “no me cuentes tu vida” o “qué penita me das”, pero los anglosajones tienen una frase infinitamente mejor: “cry me a river”, literalmente “llórame un río”. Es tan fina es que incluso existe una maravillosa canción con ese nombre; naturalmente, será la que escuchemos hoy. (Para ser exactos existen dos canciones con este título sin relación entre sí, pero la otra, de Justin Timberlake, no es maravillosa, es un espanto). En cuanto a la “Cry me a river” que nos incumbe, la versión canónica es la primera que se publicó, o al menos eso suele decirse. La grabó Julie London (arriba), una sensual dama de lánguida voz, en 1955. Si habéis visto V de Vendetta tal vez os resulte familiar porque se escucha en su banda sonora, y lo admito, es una excelente versión, soberbia incluso:

Cry me a river / Julie London
Cry me a river / Julie London

Pero sintiéndolo mucho, Julie London, no es la mejor; no puede serlo, porque existe otra de Ella Fitzgerald, la madre superiora del jazz: y lo que es más, era esta quien en justicia tendría que haberla estrenado. Las cosas sucedieron así. Ella tenía contratado un cameo en la película El blues de Pete Kelly, un musical noir ambientado en los días de la Prohibición. “Cry me a river” era precisamente la canción que debía interpretar, pero a última hora algún genio se dio cuenta de un gravísimo problema: en la letra aparecía la palabra “plebeian”, es decir, “plebeyo”. ¿Qué espectador se iba tragar que una negra podía conocer tan refinado vocablo? En vez de mandarlos a paseo, que sin duda es lo que tendría que haber hecho, Ella accedió a cantar un tema distinto y “Cry me a river” se quedó en el frigorífico.

No por mucho tiempo. El compositor de la pieza, Arthur Hamilton, había sido compañero de instituto de Julie London, que, coincidencias de la vida, cuando se filmó la película estaba recién divorciada de su protagonista y director, Jack Webb, y empezaba a hacer sus pinitos como cantante. Hamilton le pasó “Cry me a river” a Julie y fue como si le tocara la lotería, porque el single vendió más de un millón de copias. Seis años más tarde, la Fitzgerald puso las cosas en su sitio versionando la canción para su álbum Clap hands, here comes Charlie!. Frente a la lectura sedosa pero en última instancia monocorde de London, Ella saca el máximo jugo posible al material que tiene entre manos, aportando la carga de amargura, desprecio y sobre todo liberación que exige la balada. Pero claro, con todo el cariño para Julie: comparar su voz con la de Ella Fitzgerald es como dejar a un cabritillo a merced de un tigre de Bengala.

P.S. “Cry me a river” narra un desengaño amoroso jugando con los dos sentidos de la frase, el metafórico y el literal. Como uno de los dos se extravía inevitablemente en la traducción, y a falta de una idea mejor, he usado el primero en el título y el segundo en la letra de la canción.

Cry me a river / Ella Fitzgerald
Cry me a river / Ella Fitzgerald letra y traducción

Más canciones redondas de Ella Fitzgerald:

Tras su aparición en El blues de Pete Kelly, Ella fichó por la discográfica de Norman Granz y durante unos pocos años se dedicó principalmente a grabar songbooks, es decir, discos (a menudo dobles e incluso triples) dedicados a un único compositor: Cole Porter, Rodgers y Hart, Duke Ellington, Irving Berlin, los Gershwins, Harold Arlen, Jerome Kern y Johnny Mercer, es decir, toda la sustancia del gran cancionero americano, pasaron uno a uno por sus manos. Son grabaciones de una notable importancia histórica y engrandecieron más si cabe su figura, pero no se cuentan entre mis favoritas; sometida a las restricciones de una orquesta de cuerdas, Ella no templa y manda todo lo que sería de desear. Con combos más reducidos la cosa cambia, y mucho:

  • Antes de marcharnos de Clap hands, here comes Charlie!, Jersey bounce es parada imprescindible. Ella pasea por su brutal rango de tres octavas como Pedro por su casa, tira de scat como, cuando y cuanto se le antoja, y transmite a la perfección esa alegría que la emborrachaba cuando se ponía delante de un micrófono. Puede que su optimismo natural derivara a veces en una cierta falta de hondura dramática, pero en piezas ligeras como “Jersey bounce” Ella Fitzgerald no tiene rival.
  • Toqué de pasada la colaboración entre Ella Fitzgerald y Louis Armstrong en mi entrada sobre el gran Satchmo, pero es preciso regresar a ella porque los dos álbumes que grabaron con el cuarteto de Oscar Peterson son un pináculo del jazz. En Moonlight in Vermont es ella quien toma las riendas, y cuando Armstrong añade sus detalles el precio se pone por las nubes.
  • 30 by Ella no suele incluirse entre sus trabajos de referencia, quizás por su inusual formato: cada tema es un popurrí de media docena de canciones. Craso error, entre otras razones porque en compañía de gente tan fiable como Benny Carter y sus “siete magníficos” solo pueden surgir cosas buenas. Medley #1, por ejemplo, funde con tan estupenda mano “My mother’s eyes”, “Try a little tenderness”, “I got it bad and that ain’t good”, “Everything I have is yours”, “I never knew I could love anybody” y “Goodnight, my love”, que a poco que uno se descuide no se percata de donde acaba una y empieza la siguiente.
El ajedrez: problema de C. Mansfield, Good Companions 1917

Como ya he dicho en alguna otra ocasión los problemas de mate en 2 son, con diferencia, los que más han acaparado la atención de los compositores. Dado que el británico Comins Mansfield (1896-1984) está generalmente considerado como el mejor de todos los tiempos en este campo, era inevitable que tarde o temprano apareciese en este blog.

Desde sus comienzos como problemista destacó como renovador de la especialidad, introduciendo un sinfín de ideas que con el tiempo han definido lo que podríamos considerar su estilo clásico. Fue presidente de la British Chess Problem Society entre 1949 y 1951, presidente de la FIDE Problem Commision entre 1963 y 1971 y uno de los cuatro primeros compositores, junto con Kasparyan, Loshinsky y Visserman, en obtener el título de gran maestro. In 1976 fue honrado con una distinción de gran importancia, la Medalla de la Orden del Imperio Británico, por sus servicios al ajedrez.

Mansfield pulió el diamante de hoy en las trincheras cerca de Ypres, durante la Primera Guerra Mundial; destinado en artillería, estaba al cargo de las comunicaciones, y en sus guardias nocturnas junto al teléfono se entretenía inventando problemas para no caer rendido. Alain C. White, un millonario americano que ejerció una importante labor de mecenazgo entre los problemistas de la primera mitad del pasado siglo y que fue él mismo un avezado compositor, dijo lo siguiente acerca de la composición: “Este problema será seguramente considerado como el estándar entre los problemas de mates cruzados del siglo veinte. A un compositor de hace quince años le hubiera resultado físicamente imposible producir un trabajo así”. Esto de los jaques cruzados, uno de los mecanismos favoritos de Mansfield, consiste en que el negro responde a la clave dando jaque, pero aun así el blanco da mate en la siguiente. Muy apropiadamente, dadas las circunstancias de su composición, las baterías también juegan un papel protagonista en su desarrollo. (Una batería es una alineación de dos piezas frente el rey enemigo de modo que si se desplaza la pieza intermedia la de atrás da jaque. Un ejemplo sería alfil blanco en a1, torre blanca en c3 y rey negro en h8, suponiendo que no haya más piezas en la diagonal). Y no digo más, salvo que el tiempo ha dado completamente la razón a White.

Problema de C. Mansfield, Good Companions 1917

Más problemas memorables de Comins Mansfield:

Imaginad lo que puede dar de sí una carrera que se prolongó durante siete décadas y abarca casi 1200 composiciones (salvo unas poquísimas, todas mates en 2). Una buena manera de empezar, supongo, es con su favorito, aparecido en Die Schwalbe, 1956. La disposición tipo “tubos de órgano” de las torres y los alfiles negros en la columna h da lugar a la aparición de cuatro Novotnys, nada menos, a partir de las jugadas iniciales del blanco 1.f3, g3, 1.f4 y 1.g4. Y ahora la vuelta de tuerca: encima un Grimshaw tras la clave 1.f3!.

Mansfield consiguió el primer premio del torneo olímpico organizado por la Federación Alemana de Ajedrez en 1936 con un famoso problema donde la dama da mate gracias a que un montón de piezas negras en la primera fila se estorban entre sí de mil maneras distintas. El problema no es célebre solo por su calidad; como el dinero del premio no llegaba, y tenía toda la pinta de no hacerlo nunca por las cortapisas financieras del momento, Mansfield escribió una educada carta el mismísimo Führer: ¡en unas semanas le llegó el cheque a casa!

Mi última recomendación es una fina variante del problema de la rueda del caballo publicada en The Problemist, 1970. ¿Qué tiene de especial? Pues que las ocho potenciales casillas de destino del caballo están ocupadas ¡por todos los peones blancos!

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