Kaplan-Bronstein, Hastings 1975

Imagina que te sabes mejor jugador que cualquiera, y que solo necesitas un par de tablas para ser coronado campeón mundial, tu sueño de toda la vida. Pero considera también que conseguir el título podría implicar serios riesgos para tu salud y, tal vez, la de algún familiar cercano. ¿Qué harías? Suena a dramón decimonónico, pero pasó de verdad. Bien es cierto que mucho de lo que ocurrió en la Unión Soviética de los primeros cincuenta parece concebido por Franz Kafka en una noche de calentura…

David Ionovich Bronstein (nacido en 1924, Bila Tserkva, Ucrania; falleció en Minsk en 2006) fue toda su carrera un verso suelto, cándido como un pajarillo y a ratos bastante excéntrico. Una vez, jugando contra Boleslavsky, se quedó tan arrobado imaginando las infinitas posibilidades que se abrían ante sí que tardó cincuenta minutos en hacer su primer movimiento. En un duelo Argentina-URSS de 1954, donde le tocó enfrentarse a Najdorf, rechazó una oferta de tablas de Don Miguel (que llevaba un peón de más) ¡argumentando que su oponente tenía ventaja! Y cuando su amigo Korchnoi desertó en 1976, fue uno de los poquísimos grandes maestros que no firmó la carta pública de condena, lo que le costó su estipendio mensual y 13 años sin poder competir más allá del Telón de Acero.

Del desenlace del Mundial que Bronstein disputó con Botvinnik en Moscú la primavera de 1951 es de lo que hablaba yo al principio. La madrugada del domingo 6 de mayo, tras vencer en la vigésimo segunda (y antepenúltima) partida del encuentro y tomar la delantera en el marcador, visitó a su mentor Boris Vainstein y le preguntó: “Boris Samoilovich, ¿voy a ganar el match?”. “Sí, David, lo harás”, contestó Vainstein. “¡Pero es que no quiero!”. Bronstein estaba a veces más en la luna que en la tierra, pero no hasta el punto de ignorar la que se podía armar. Ya se ha explicado aquí en alguna otra ocasión: en la Unión Soviética el ajedrez, como otros deportes, se entendía como un modo de confirmar la hegemonía del régimen comunista frente a Occidente. Un campeón del mundo era una persona importante, con responsabilidades en la sociedad soviética, y debía mostrar un perfil acorde al “puesto”. ¿Cómo reaccionarían las altas esferas al descubrir que por la puerta de atrás se les había colado el hijo de un “enemigo del estado”, que había pasado siete años encerrado en un gulag por sus ideas políticas, y que encima era judío?

El día siguiente, mientas comía, Bronstein sufrió una crisis nerviosa y tuvo que medicarse. Por alguna extraña razón decidió no solicitar el aplazamiento al que tenía derecho y, conforme a lo previsto, el martes se presentó en la Sala de Conciertos Tchaikovsky para disputar la aciaga partida 23. En las primeras filas, de incógnito, se sentaba su padre (al que se le había prohibido estrictamente acercarse a menos de 100 kilómetros de Moscú), no muy lejos del palco del general Abakumov, el jefe del KGB. Bronstein no mostró su habitual pujanza y se llegó al aplazamiento con clara ventaja para el campeón del mundo. El Destino se había reservado un giro imprevisto: la jugada secreta de Botvinnik era errónea y dejaba la partida en tablas. Sin embargo, para desesperación de su equipo, Bronstein no mostró interés por analizar seriamente la posición y desapareció durante unas horas; en la reanudación Botvinnik lo cazó con una artera trampa y se llevó el punto. La última partida del duelo fue anticlimática: Bronstein estuvo irreconocible y firmó las tablas en veintipocas jugadas. Empate final 12-12 y por tanto Botvinnik conservaba el cetro.

“Boris Samoilovich, ¿voy a ganar el match?”. “Sí, David, lo harás”, contestó Vainstein. “¡Pero es que no quiero!”

Tras el suplicio de 1951 David Bronstein ganó el Interzonal de Gotemburgo de 1955 y disputó otros dos torneos de Candidatos (el de Zúrich 1953, en particular, da él solo para otra entrada), pero nunca volvió a luchar por la corona; dueño de un talento sin igual en su tiempo, careció sin embargo de la ferocidad que ha distinguido a tantos grandes campeones. Antes artista que científico, su estirpe es la de los temerarios, y podría considerársele una especie de eslabón perdido entre Alekhine y Tal. Alekhine fue el primero en entender que la ventaja en el ajedrez no solo se define en términos de cantidad de material, sino también de tiempo y estructura. Bronstein llevó estas ideas todavía más lejos y en sus partidas abundan los sacrificios que no se resuelven por la vía rápida. El que empleó contra el argentino, nacionalizado portorriqueño, Julio Kaplan (campeón del mundo juvenil en 1967) es el súmmum de la originalidad, porque la entrega de calidad, sin duda concebida varias jugadas atrás, no tiene más fin que dejar al adversario en zugzwang.

Antes de encadenar la magnífica racha de victorias (Interzonal de Saltsjöbaden de 1948, campeonatos soviéticos de 1948 y 1949 y torneo de Candidatos de Budapest de 1950) que le dejó a las puertas de la Gloria, o del Infierno, según se mire, declaró: “Mi objetivo no es llegar al último match y derrotar a todos mis oponentes. Quiero sobrepasar el nivel creativo del actual campeón del mundo”.

Eso sí lo consiguió con creces.

Kaplan-Bronstein, Hastings 1975

Más partidas memorables de David Bronstein:

Zita-Bronstein (Praga 1946), Bronstein-Keres (Interzonal de Gotemburgo 1955) y Brzozka-Bronstein (Miskolc 1963).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *