La música: “Blue in green” de Miles Davis
Sin excusas plausibles una vez superados mis problemas lumbares, y en aras de la armonía conyugal, no he tenido más remedio que dejarme ver este fin de semana por el dúplex de mi madre política, desde donde os escribo. Como saben que soy ave de paso, se me ha asignado la cama superior de una litera que más parece diseñada por un diabólico torturador de la dinastía Ming que por un mueblista. Las sábanas lijarían sin problemas cualquier clase de material rugoso. El colchón es duro como una roca y convexo por su centro, lo que te obliga, ante el natural terror a despeñarte por el borde, a apretujarte en la mitad más próxima a la pared. El odioso sistema de alarma que hay en la casa, que aunque desconectado emite un desagradable prrrtiiií cada cinco minutos o así, redondea el sofisticado tormento, asegurándose de despertarte una y otra vez cuando por fin empiezas a coger el sueño.
Y cuando emerges medio atontado de semejante noche de pesadilla todavía queda lo peor, es decir, el día. Para no perderme en los detalles lo resumiré adaptando a la situación la mítica frase del agonizante coronel Kurtz en Apocalypse Now: “¡El Calor! ¡El Calor!”.
Según la turbia lógica de quienes tienen casa en la playa, es absurdo instalar un aparato de aire acondicionado porque “en la playa siempre hace fresco”. Ya puede el termómetro marcar 35 grados y un 90% de humedad; estará equivocado porque “en la playa siempre hace fresco”. Curiosamente, no tienen reparo en colgar del techo todos los ventiladores que haga falta, como si en los días en que arrea la canícula sirvieran para otra cosa que para batir un poco el aire húmedo y pegajoso, cual cucharones aéreos removiendo Cola Cao y leche caliente.
Será entonces por asociación de ideas por lo que he añadido a mi equipaje veraniego un par de cedés de Miles Davis, el dios del cool. En términos cromáticos podríamos decir que el cool jazz es a los suaves tonos pastel lo que el bebop al furioso rojo fuego. Amamantado artísticamente en las mismísimas ubres de Charlie Parker, Davis renegó de sus maestros para convertirse en el sumo sacerdote de esta antinomia del bop alumbrada a principios de los cincuenta. No sería la última vez; si por algo se caracterizó el trompetista de Illinois durante casi toda su carrera fue por su continua ruptura con lo ya establecido (incluso por sí mismo) en busca de nuevos horizontes para el jazz.
Lo que nos conduce a 1959 y a Kind of blue, considerado por los especialistas como el mejor, y más influyente disco de jazz de todos los tiempos (y posiblemente el más vendido, por encima de cuatro millones de copias, una barbaridad para el tipo de música del que estamos hablando). Arropado por una banda fabulosa (John Coltrane, Bill Evans, Cannonball Adderley, Paul Chambers y Jimmy Cobb) en la cima de sus poderes, Davis da una vuelta de tuerca al cool para llevar hasta sus últimas consecuencias una concepto con el que ya había coqueteado antes: el jazz modal. La fractura con el bop no puede ser más explícita, porque los solos, en lugar de articularse sobre dinámicos, y con frecuencia frenéticos, cambios de acordes, lo hacen sobre escalas o secuencias de escalas. La música fluye relajada, con una suavidad hipnótica, diseñada para atrapar en sus redes lo mismo al oyente casual que al fan más curtido. En realidad, lo de “diseñada” es un decir, porque el grupo trabajó sin ensayos previos, a partir de unos bosquejos de escalas y líneas melódicas proporcionados por Davis. Seguramente es por eso por lo que siempre suena fresca y vital, da igual las veces que la hayas oído antes.
Para todos cuantos en estas fechas buscáis dudoso refugio bajo un ventilador de techo mientras una mezcla de sudor y pringue (“sebor” llamamos en casa a esta sustancia) se desliza por vuestra espina dorsal; e intentáis soñar, seguramente sin éxito, con vapor condensado sobre un vaso de vuestra bebida favorita, tan fría que casi roza el umbral de congelación: “Blue in green”, mi corte preferido de Kind of blue.
Blue in green / Miles Davis
Blue in green / Miles Davis
Es inevitable iniciar este apartado con So what, la canción que abre el álbum y posiblemente su pieza más distintiva. La estructura es sencilla: 16 compases en re, 8 en mi bemol, 8 más en re y vuelta a empezar, siempre usando sus correspondientes escalas dóricas (a diferencia de las escalas usuales, donde la separación entre notas sucesivas obedece a la estructura T-T-s-T-T-T-s —”T” para tono”, “s” para semitono—, una escala dórica sigue el patrón T-s-T-T-T-s-T). No parece gran cosa, pero la elusiva improvisación de Davis más el medido respaldo de la sección rítmica definen la quintaesencia del cool jazz. Es rara la lista de las mejores canciones de la historia del jazz que no coloca a “So what” en el primer o segundo puesto.
Mis dos recomendaciones restantes no son seguramente tan trascendentales, pero sí más adecuadas para todo tipo de oídos, y tan cool como un frigorífico de cuatro estrellas. Générique es la cabecera de Ascenseur pour l’échafaud (“Ascensor para el cadalso”), un film noir francés de 1958, y ha sido imitada hasta la saciedad para recrear los ambientes sonoros de películas de este género; y la versión de Stella by starlight firmada por el mismo sexteto que poco después grabaría Kind of blue es, como sabe todo el mundo, la definitiva.
(A propósito: “Stella by starlight”, un imprescindible estándar del jazz clásico, fue compuesta en 1944 por Victor Young como tema central del largometraje Los intrusos. Aunque resulte difícil de creer, se trata una película ¡de fantasmas! Lo enfatizo porque así dejo cuadrado el toro para la siguiente sección. Leed, leed y veréis).
La más memorable no sé, pero sin duda la más abracadabrante partida de todos los tiempos es la que disputaron el gran maestro húngaro Géza Maróczy y Viktor Korchnoi del 15 de junio de 1985 hasta el 11 de febrero de 1993. Por la sencilla razón de que cuando empezó Maróczy llevaba ya 34 años muerto.
El cogollo de esta delirante historia es que un tal Dr. Eisenbeiss, presidente de la Sociedad Suiza de Parapsicología, preguntó una vez a Korchnoi con qué jugador del pasado le gustaría más haber jugado. El exsoviético respondió que con Capablanca, Rubinstein o Maróczy, famosos todos por su legendaria técnica finalística. Días después recibió un mensaje: las difuntas estrellas cubana y polaca no habían podido ser localizadas; Maróczy, sin embargo, estaba al alcance y, lo más sorprendente de todo, listo para echarse una partida; ¡hasta había realizado ya su primer movimiento!
Ahora bien, ¿cómo se juega al ajedrez contra una persona muerta? Korchnoi pasaba su movimiento a Eisenbeiss, que a su vez se lo hacía llegar a Robert Rollans, un misterioso médium que contactaba con el espíritu de Maróczy y le transmitía la jugada; cuando al fallecido le apetecía responder, se manifestaba a Rollans y la cadena funcionaba en dirección contraria. No es sorprendente que la cosa se alargara; Korchnoi estaba muy ocupado con sus torneos, Maróczy, al parecer “aburrido”, pasaba largas temporadas desaparecido y la salud del espiritista tampoco era la mejor. Finalmente el espectro magiar inclinó su rey tras 47 movimientos. Según su propio testimonio, Korchnoi acabó bastante convencido de la autenticidad de tan escurridizo oponente, y subrayó que si bien mostró un conocimiento de las aperturas “un tanto oxidado”, conforme avanzaba la partida se reveló como un rival temible (¡como para no tenerle miedo…!). Y el siniestro estrambote: Rollans falleció tres semanas después de acabada la partida.
Tiene guasa que Marózcy sea sobre todo conocido por este macabro episodio entre un cierto sector de aficionados (los aficionados al espiritismo, seguro). Es verdad que primer cuarto del siglo XX está atestado de vacas sagradas (Lasker, Capablanca, Alekhine, Tarrasch, Rubinstein, Nimzowitsch…), pero no es menos cierto que durante unos años acumuló tan excelentes resultados (a destacar su victoria en Ostende 1905, donde de los grandes solo faltaron Lasker y Pillsbury) que el estadístico Jeff Sonas lo ubica en el primer puesto de su ranking oficioso entre octubre de 1904 y marzo de 1907. Llegó a acordar con Lasker un match por el título en 1906, pero problemas políticos en Cuba, donde debía disputarse parte del duelo, forzaron su cancelación. Conforme sus posibilidades de luchar por el máximo cetro se difuminaron, comenzó a jugar menos y con peor éxito, abandonando el ajedrez de competición en 1912 para dedicarse en exclusiva a su profesión de auditor. Tras la guerra (en cuyos meses finales sufrió severas penurias que a punto estuvieron de costarle la vida), y coincidiendo con una fugaz ascensión de los comunistas húngaros al poder, ocupó un puesto de relevancia en el Ministerio de Educación. Abortada la revolución tuvo que exiliarse por un tiempo y no le quedó más remedio que reiniciar su carrera, por cierto con bastante solvencia. Los logros más notables de su rentrée: triunfo en Karlovy Vary 1923 (compartido con Alekhine y Bogoljubov) y, ya rehabilitado y como primer tablero, medalla de oro con su selección en las dos primeras olimpiadas: Londres (1927) y La Haya (1928). Hombre extremadamente caballeroso y con un elevado sentido del honor, llegó a retar a un duelo a pistola en 1931 al ínclito Nimzowitsch, aunque afortunadamente la cosa no llegó a mayores porque este se acobardó.
En una conferencia que impartió a principios de los cuarenta, el gran Capablanca resumió así sus virtudes:
Su juicio posicional, la cualidad más importante del verdadero maestro, fue excelente. Un jugador muy preciso y un extraordinario artista del final de partida, se hizo famoso como experto en los finales de dama. En un torneo de hace muchos años ganó un final de caballos contra el maestro vienés Marco que ha pasado a la historia como uno de los clásicos de este tipo. Si hubiera que comparar la fuerza relativa de Maróczy y la de los mejores jóvenes maestros de hoy, mi opinión es que, con la excepción de Botvinnik y Keres, un Maróczy en su apogeo sería superior a todos ellos.
Hay muy buenas partidas de su primera y segunda carreras entre las que elegir, así que dejemos que sean los devotos de lo oculto los que se entretengan con la única de su “tercera”. A vosotros os he reservado el duelo contra Marco que Capablanca distingue en su panegírico. No fue el único entusiasmado; la dirección del torneo donde se disputó, en una decisión sin precedentes porque estos galardones se han otorgado tradicionalmente a brillantes ataques con sacrificios espectaculares, distinguió la partida con el premio de belleza. Y no es para menos porque parece cosa de brujería, sobre todo con el ordenador al lado: Maróczy conjura el triunfo virtualmente de la nada, jugando con absoluta perfección decenas y decenas de movimientos.
Que las ganas de practicar el ajedrez sobrevivan a la tumba es, como mínimo, discutible; que esta partida es imperecedera es tan verdad como que hay sol y hay luna.
Para los bises he preparado un menú tan variado como consistente, que debería saciar hasta a los más glotones:
- Comenzamos con Maróczy-Chigorin, Viena 1903, disputada en un torneo auspiciado por el Club de Ajedrez de Viena para intentar revitalizar el ya por entonces alicaído gambito de rey. No eran las circunstancias más apropiadas al estilo de Maróczy (era obligado empezar con 1.e4 e5 2.f4 exf4) y acabó en medio de la tabla, pero se dio el gusto de aplastar al vencedor del certamen con un monumento al ajedrez de ataque en el que a las alturas de la jugada 9 ya había conseguido sacrificar dos piezas. Uno de los mejores gambitos de rey que he visto en mi vida.
- Como segundo plato, Marshall-Maróczy, Ostende 1905. Capablanca no exagera en su discurso cuando describe a Maróczy como “experto en los finales de dama”; no perdió más que uno en toda su carrera, contra Saemich, ya con 59 años y en una posición de tablas en la que agotó el tiempo tras 14 horas de partida. En Ostende jugó frente a Marshall el mejor de todos ellos.
- Y para el postre, Maróczy-Suechting, Barmen 1905, una partida que recuerda bastante, y antecede, a otra ya mencionada aquí (Capablanca-Treybal, Karlovy Vary 1929). En Mi sistema, Nimzowitsch la usa como modelo para explicar cómo ha de restringirse a un oponente antes de iniciar una ruptura. Eso fue antes de lo del duelo a pistola, evidentemente.