Fritz Leiber, Chambao y Erich Zepler

Donde se explica por qué no toda la comida basura es basura, qué ocurre cuando una gitanaza a tope de faralaes desfila por una modernista pasarela berlinesa, y cómo un bárbaro oficial de las SS y un astuto profesor judío forjaron una amistad para toda la vida.

98: La saga de Fafhrd y el Ratonero Gris de Fritz Leiber

No toda la comida basura es basura. Hay un local en mi ciudad donde despachan unas hamburguesas de antología. Usan buey angus importantísimo, te las cocinan al punto exacto en parrilla de carbón, las condimentan con criterio y hasta exotismo, y las sirven en unos panecillos de mollete con los que saldría adelante hasta un bocadillo vacío. Confieso que cerdeando con una de esas, el kétchup corriéndome hasta los codos, gozo más que en el consabido restaurante de postín.

Del mismo modo, no toda la literatura basura es basura. Ni siquiera toda la fantasía heroica es basura, aunque se haya ganado esa fama; no por culpa de Robert E. Howard, que definiera el género a principios de los treinta con su arquetípico Conan, sino de los imitadores sin talento y los guionistas sin escrúpulos que han explotado sus clichés hasta la náusea (¡cuánto daño ha hecho ese Schwarzenegger en taparrapos!). Sus argumentos podían ser trillados, su prosa atropellada, pero la convicción casi fanática con que Howard escribía confiere a sus relatos una frescura y un poder de seducción pocas veces igualados; y cuando estaba inspirado (me viene ahora mismo a la memoria “La torre del elefante”) el resultado bordeaba lo excepcional.

La entrada en escena de Fritz Leiber coincide en el tiempo con el suicidio de Howard, pero el joven escritor entendió enseguida que a Howard, en su terreno, difícilmente podía batírsele, y con la ayuda de su amigo Harry Otto Fischer tuvo la feliz inspiración de inventar una pareja de héroes cuyo rasgo más definitorio es su arrolladora humanidad. Fafhrd, el gigantón norteño, es un guiño clarísimo a Conan, pero las semejanzas acaban ahí: ¡el cimmerio jamás hubiera dado pábulo a habladurías sobre su hombría cantando en falsete por los callejones de Lankhmar! El escurridizo Ratonero Gris prefiere climas más benignos; se le supone el taimado del tándem, y labia tiene para marear a un abedul, pero lo cierto es que es menos listo de lo que se cree y no os sorprenda que, al cabo de la aventura, sea el rubiales fuertote quien demuestre más cordura de los dos. Protegidos/mangoneados/chuleados por los hechiceros Sheelba del Rostro sin Ojos y Ningauble de los Siete Ojos, trapichean, beben de todo menos agua, alquilan sus espadas a patronos casi tan golfos como sus enemigos, zorrean (si bien las damiselas con las que se cruzan suelen triplicarles en ingenio y en lo último que piensan es en desmayarse exangües en sus brazos) y, en general, se lo pasan en grande en su mundo de Nehwon y algunos otros, aunque no siempre las cosas acaban del todo bien, y en ocasiones horriblemente mal.

No echaréis a faltar ningún tropo de la Fantasía clásica (tesoros perdidos, reinos hundidos, magia oscura, complots para conquistar el mundo…), pero lo que hace este ciclo tan especial es el profundo afecto con que Leiber los satiriza. Es su tiempo fue un enfoque radicalmente nuevo, que muchos autores (Terry Pratchett es el ejemplo más claro) han explotado después. Reconozcámoslo: la literatura de fantasía puede ser a veces bastante loca y disparatada, y por tanto fácil de ridiculizar; se necesita cierta perspicacia para entender que la redención del género empieza justo por ahí. La clave está en la textura: no hace falta leerle mucho para darse cuenta de que Fritz Leiber tenía mano para las palabras. Hijo de afamados actores de teatro, actor él mismo antes que autor, sus diálogos barrocos y ocurrentes marcan la diferencia; Howard no habría podido escribirlos ni viviendo cien años. Al cabo es el camino, antes que el destino, lo que cuenta. Que este precepto subsista en la más cejijunta de todas las variantes de la fantasía es una revelación.

Por otro lado, tampoco os esperéis lo que no es: hablamos tan solo de la mejor saga de espada y brujería que ha habido y seguramente habrá. Desde que Leiber publicó en Unknown el primer relato de la serie (“Las joyas en el bosque”, 1939) hasta el último transcurrió casi medio siglo, con lo que el resultado es inevitablemente irregular. Durante bastantes años los cuentos fueron apareciendo sin orden ni plan preestablecido; luego hay un esfuerzo por dotar a la serie de consistencia interna, pero lo que se gana en coherencia se pierde por lo general en espontaneidad. En ocasiones, es justo su mayor fortaleza la que se vuelve un lastre, porque un verbo refinado no es necesariamente el mejor aliño para la ensalada de tortas. De ahí que sea a puerta cerrada cuando las historias ganan altura, en especial si se desarrollan con el impagable telón de fondo de Lankhmar, la Ciudad de los Ciento cuarenta mil Humos, donde rufianes achispados, déspotas tarados, meretrices creativas, brujos ineptos, dioses absurdos y ratas, sobre todo ratas (blancas, negras, listas o humanoides) medran hasta tal punto que el Josefov de Gustav Meyrink parece, por comparación, una tranquila y aireada villa de los Alpes suizos. La edición canónica de la saga consta de siete volúmenes (ordenados según la cronología de los personajes, no la fecha de publicación), pero para que no reventarais del atracón he seleccionado un poco el material. El quinto libro del ciclo (y la única novela del mismo), Las espadas de Lankhmar, es el sitio justo donde parar, porque el nivel baja ostensiblemente a partir de aquí. He incluido varios de los relatos que Leiber escribió como “pegamento” de la serie, así podéis haceros una idea rápida del mundo de Nehwon (“Inducción”), descubrir los orígenes de ambos aventureros (“Las mujeres de la Nieve” y “El Grial profano”), saber cómo se encontraron con sus mentores (“La maldición del Círculo”), entender qué demonios pintan en la Palestina de Alejandro Magno al comienzo de “El gambito del adepto” (“La bifurcación errónea”), y disfrutar íntegro del arco argumental de Vlana e Ivrian, el fundamental de la obra (“El precio del alivio del dolor”). Ninguno ofende, pero no es un drama saltárselos; todo lo demás sí es esencial. Si andais con mucha prisa leed como mínimo “Aciago encuentro en Lankhmar” y (mi favorito) “Tiempos difíciles en Lankhmar”, el adjetivo “apoteósico” se queda corto para describirlos.

Por envergadura, influencia y mérito, el ciclo de Lankhmar es sin discusión la obra capital de Leiber, pero andaba tan sobrado de recursos que se permitió el lujo insólito de firmar clasicazos en todos los palos del fantástico: Nuestra Señora de las Tinieblas es una espectacular puesta al día, en clave urbanita, de la historia de fantasmas al estilo de M. R. James; y El gran tiempo gestiona la paradoja de los viajes al pasado con más chispa e ingenio que nadie que yo haya leído. Especialmente recomendable es Night’s black agents, la ecléctica colección de relatos que en 1947 le abrió las puertas de la legendaria Arkham House (por desgracia indecentemente mutilada —faltan justo los dos cuentos protagonizados por Fafhrd y el Ratonero— en la única edición existente en castellano, la que Martínez Roca publicó en 1986 con el título Espectros de la noche). Y la carta todavía reserva más sorpresas: libra por libra, no ha habido hamburguesas tan suculentas, variadas, picantorras y alimenticias en el fantástico del siglo XX, en este o cualquier otro universo, como las que servía Fritz Leiber.

La saga de Fafhrd y el Ratonero Gris
The saga of Fafhrd and the Gray Mouser (original en inglés)

Música y ajedrez que vienen a cuento:

No hace tanto me entretuve con la filfa de lo mal que mezclan la música clásica y el jazz, sin más intención que colaros de rondón el third stream de The Modern Jazz Quartet o el ragtime de Scott Joplin. Y sin embargo, en cuestión de combinados estrepitosos, esto no es nada en comparación con el trasunto musical del nórdico Fafhrd y el meridional Ratonero Gris: el flamenco chill.

Imaginaos: como si una gitanaza a tope de faralaes desfilara por una modernista pasarela berlinesa. El arquitecto de este improbable condumio fue un músico, productor y remezclador holandes bastante viajado, Henrik Pieter Takkenberg, que medio holgazaneando por Málaga a principios de los dos mil sucumbió al embrujo de la sandunga y el pescaíto frito, hizo amistad con unos aspirantes a artistas del barrio de Pedregalejo, les convenció de que el fandango ambient tenía no solo fuste sino también futuro, y, tirando de sus contactos londinenses (había trabajado con Ridley Scott en un spot publicitario), les ayudó a preparar unas maquetas: había nacido Chambao. Lo sorprendente es que triunfaron, aunque la pulsión racial, militante, y bastante “cuarenta principales” de Lamari (la carismática cantante del grupo) provocó la temprana ruptura de Takkenberg con el proyecto, ruptura que hizo extensiva al resto de mundo tirándose desde lo alto de un balcón en 2006.

Pues sí, un desenlace un tanto abrupto. Con perspectiva esto del flamenco chill no ha pasado de ser una anécdota curiosa en el (por lo demás paupérrimo) reciente pop hispano, pero tenía su puntillo. Toda canción que combina versos como “Niño le dice al papá, jamón” y “Don’t fly away from me” tiene su puntillo, por definición.

Instinto humano / Chambao
Instinto humano / Chambao letra de la canción

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Aunque para pareja improbable de las buenas, la de los problemistas Erich Zepler, abajo a la izquierda, y Ado Kraemer (también hay un bárbaro y un astuto, por cierto). Ambos eran alemanes, nacieron en 1898, enseñaron en la universidad (Zepler electrónica, Kraemer economía agraria), y de los años veinte en adelante colaboraron en multitud de ocasiones; cuando en 1951 publicaron Im Banne des Schachproblems, una recopilación con lo mejor de su trabajo, no olvidaron resaltar en la introducción “los estrechos lazos personales que los unían”.

¿Y? Pues que Zepler era judío, y Kraemer un miembro de las SS (ojo a las cicatrices que luce herr kommandant, foto de la derecha). Muy juiciosamente, en 1935 Zepler se marchó a Inglaterra, dejando atrás todas sus posesiones e incluso la “h” de su nombre de pila, y puso al servicio del ejército británico sus vastos conocimientos de radioelectrónica, por lo que durante la guerra se dio la notable circunstancia de que tanto los bombarderos de la Royal Air Force como los de la Luftwaffe usaban tecnología inventada por Zepler. Tras la contienda consiguió una cátedra en la Universidad de Southampton, donde fundó el primer departamento de Electrónica del Reino Unido y posiblemente del mundo. El edificio del campus donde impartió docencia lleva hoy su nombre, aunque decía que ningún honor académico le satisfizo tanto como el título de maestro internacional de composición que la FIDE le otorgó en 1973. En cuanto a Kraemer, acabó en un campo de concentración (se cuenta que sometió a la revista holandesa Probleemblad uno de sus problemas con el ruego de que, si era premiado, se le pagara en especie, patatas en concreto), aunque fue liberado relativamente pronto gracias en parte a los esfuerzos de Zepler, que ya por entonces había empezado a componer con él de nuevo. Al que inventó eso de que “la realidad supera a la ficción” le habría encantado conocer a este par.

No nos iremos, naturalmente, sin disfrutar de alguna de las explosivas fantasías que escribieron a cuatro manos, pero es preciso que os muestre antes el mejor problema de Zepler en solitario, uno de los más celebrados de todos los tiempos, porque aúna la lógica implacable de la nueva escuela alemana con el descaro efectista del Sam Loyd más inspirado (y encima anticipa el bien conocido tema Lepuschütz). Zepler contaba que una vez se lo mostró a un experto, que pasó media hora intentando en vano resolverlo. Cuando Zepler le mostró la solución montó en cólera, gritando que aquello era un truco barato sin el menor mérito artístico. No sé por qué me imagino al fulano con el brazalete de la cruz gamada, despidiéndose (“¡Heil Hilter!”) palma en alto, y largándose de un portazo.

Problema de E. Zepler, Memorial Berger 1935
Problema de A. Kraemer y E. Zepler, Neue Leipziger Zeitung 1933

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