Shirley Jackson, Luther Vandross e Igor Bondarevsky

Ser o no ser, esa es la cuestión. O las cuestiones, más bien, porque anda que no hay. ¿Es una silla una silla, por ejemplo, aunque no haya nadie sentado en ella? ¿O un amigo un amigo si te arruina la carrera hipnotizándote? Lo primero que tendría que haberse preguntado el príncipe de Dinamarca, antes de enredarse en monólogos, es si los fantasmas son o no son. La de dolores de cabeza que se habría ahorrado.

55: La maldición de Hill House de Shirley Jackson

Desde que el primer cromañón huyó despavorido de una sima tras un susurro que bien pudo ser el viento, o algo más hambriento, el mundo ha estado plagado de sitios de mala reputación. Son lugares torcidos a los que por lo que sea, quizá sin un motivo concreto, se tiene claro que no conviene acercarse: bosquecillos cuyos árboles adoptan formas sugerentes y amenazantes, playas inhóspitas sembradas de algas podridas y escoria de naufragios, templos derruidos que acaso contemplaran impías y ancestrales ceremonias. Por el contrario, nuestro hogar es nuestro fortín, el nuevo útero materno donde nos despojamos de nuestra coraza y nuestros miedos, nos descalzamos y dormimos. El ritual de echar la llave cada noche se parece más a un conjuro de lo que nos damos cuenta: “A salvo estoy, horrores y espantos, hasta mañana nada podréis contra mí”.

Naturalmente, esta dicotomía no ha pasado desapercibida a los profesionales del susto (¿qué pasaría si, cuando echamos la llave, los horrores y espantos ya estuviesen dentro?), de ahí que la casa encantada se haya consagrado en el fantástico como el Lugar Chungo por antonomasia. Ha habido una evolución, claro, desde los excesivos caserones góticos hasta ciertos discretos, pero en absoluto inocentes bloques de apartamentos, aunque subsiste un denominador común: se trata de edificios con un pasado, marcados por sucesos previos por lo general bastante espeluznantes. Ahora bien, el lector actual no es nada asustadizo y poco pueden ya impresionarle esos ensabanados de antaño, empeñados en rondar (sin mucho sentido, si lo pensáis) el sitio donde los decapitaron o emparedaron. Un enfoque más contemporáneo, y mucho más malévolo, propone que estos inmuebles funcionarían como una especie de baterías psíquicas, singularmente bien acondicionadas para almacenar las energías irradiadas por sus inquilinos si estas son lo bastantes intensas y negativas. De ahí que, aunque esta gente desapareciera hace tiempo, el peligro persista, al igual que un pulmón alquitranado es más propenso a desarrollar cáncer por muchos años que su dueño lleve sin fumar. Hablamos de un cáncer estrictamente mental, conviene aclararlo: en estas casas las sillas no vuelan realmente por los aires ni de veras se abren pozos al infierno. Pero el matiz no deja de ser académico, porque solo podemos percibir la realidad a través de nuestra psique.

Y ahora, dejad que os presente (o mejor dicho, que Shirley Jackson os presente) a la casa más enferma e intratable de la literatura mundial:

Ningún organismo vivo puede prolongar su existencia durante mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta sin perder el juicio; hasta las alondras y las chicharras sueñan, según suponen algunos. Hill House, que no era nada cuerda, se levantaba aislada contra el fondo de sus colinas, almacenando oscuridad en su interior; así se había alzado durante ochenta años y podría aguantar otros ochenta. En su interior las paredes permanecían derechas, los ladrillos encajaban perfectamente y las puertas estaban sensatamente cerradas; el silencio reinaba monótonamente en Hill House, y cualquier cosa que anduviese por ella, caminaba sola.

Nivelazo, y este es solo el primer párrafo de la novela. Más adelante iremos conociendo los antecedentes de la mansión, resumidamente los siguientes. Fue construida por un fanático puritano llamado Hugh Crain, cuya joven esposa murió momentos antes de ver Hill House por primera vez. La segunda mujer palmó tras una caída cuya causa ignoramos. Tras el fallecimiento de Crain sus dos hijas litigaron por la propiedad durante largo tiempo, y finalmente fue la mayor la que se instaló con su cuidadora, una muchacha del pueblo vecino. No está claro que las atenciones de la doncella estuvieran a la altura de las circunstancias, pero lo cierto es que cuando la anciana muere la casa pasa a ser suya, para escándalo de los lugareños y monumental disgusto de la otra señorita Crain. Más lío en los tribunales, hasta que el juez da la razón a la cuidadora… que poco después se suicida ahorcándose en el torreón. Desde entonces Hill House arrastra una fama manifiestamente mejorable, aunque no, por supuesto, porque nadie haya visto allí un ectoplasma con la soga al cuello. Es más bien como la sensación de que todo está sutilmente equivocado: una leve desalineación de las paredes, el chocante color de las tapicerías, las puertas tienden a cerrarse solas. Tampoco es que Jackson se explaye en demasía para crear “ambiente”; antes al contrario, la novela sorprende (agradablemente) por la escasez de descripciones, que la autora solo proporciona si de verdad refuerzan el impacto emocional de lo narrado. Esto es un relato de horror, no un catálogo de Ikea, y lo que no se cuenta importa mucho más que lo que sí porque nada aterroriza tanto a la imaginación como lo no visto.

Donde Jackson sí se recrea a conciencia es describiendo los paisajes de la mente. La inspiración para escribir el libro le vino al leer los informes de unos investigadores del diecinueve que pasaron unos días en una casa supuestamente embrujada: el modo en que los fenómenos allí observados les había impactado psicológicamente era mucho más interesante que los fenómenos en sí. Hill House también “acogerá” al consabido equipo de sabuesos, liderado por un veterano antropólogo fascinado con lo paranormal, el doctor John Montague, que ansía el reconocimiento de la ciencia oficial. Las dos chicas del grupo son Theo, una encantadora artista con percepción extrasensorial y que se apunta a la aventura para pasar página tras una reciente ruptura amorosa (muy astutamente, Jackson no explicita el sexo de su pareja), y Eleanor Vance, una treintañera sin futuro que protagonizó en su infancia un episodio poltergeist y que con tal de salir de su casa está dispuesta a ir hasta a la luna. Completa el cuarteto Luke Sanderson, miembro de la familia dueña de la finca y futuro heredero de la misma, responsable de que la cubertería de plata no sufra merma durante la visita.

En el epicentro del seísmo que se aproxima, Eleanor. El paralelismo con la nurse de la vieja Crain es ostensible, ya que Eleanor ha dilapidado su juventud atendiendo a su madre enferma, de cuya muerte (acaso con razón) se siente responsable. La iremos conociendo durante su viaje a Hill House (en el coche que se ha llevado sin permiso de su hermana, con cuya familia vive ahora), según se extravía en imaginaciones sobre su persona inspiradas por cuanto se encuentra en el camino: ora es la señora de un elegante palacete, ora la princesa perdida de un cuento de hadas, por fin una romántica solitaria que se oculta del mundo tras una muralla de rosas. (Fragmentos de estos ensueños reaparecerán más tarde, en las mentiras que cuenta a Theo sobre el apartamento donde vive). Más, en cuanto ponga el pie en la mansión, y hasta el final de su estancia, el estribillo de una antigua canción, repetido como un mantra: “Los viajes acaban en una reunión de enamorados”. Cobrará forma un embarradísimo triángulo sentimental entre los visitantes, porque el encaprichamiento entre Luke y Eleanor no acaba de coger vuelo, el interés de esta por Theo no es necesariamente erótico, y cuando Theo coquetea con Luke puede que solo pretenda despertar los celos de Eleanor. El amor, en todo caso, no se crea por decreto ley, y conforme las esperanzas, fueran las que fuesen, de Eleanor se desvanecen, Hill House empezará a apoderarse de ella. O quizá es ella quien se va adueñando de la casa; sobre esto, como tantas otras cosas en la novela, es al lector al que le corresponde tomar partido. Algo sí parece claro: con independencia de si Hill House estaba o no encantada antes, ahora ya lo está. Definitivamente.

Lo esencial de la desventura de Eleanor, por tanto, radica en que lejos de venir averiada de casa, su aérea fantasía es el talismán que la mantiene (mantenía) cuerda frente a la alienante realidad de su vida. Es también lo más horripilante de esta joya del decir sin decir que es La maldición de Hill House, porque sus fríos dedos de espectro nos rozan a todos en mayor o menor medida, aunque el lugar más chungo en que hayamos estado nunca sea la consulta del dentista. Hill House no sueña, luego enloquece. ¿Qué será de nosotros el día que comprendamos que ya no tiene sentido soñar?

La maldición de Hill House
The haunting of Hill House (original en inglés)

Música y ajedrez que vienen a cuento:

Una casa no es un hogar, qué cierto, aunque eso ya lo sabíamos antes de leer novelas sobre mansiones encantadas o escuchar la canción con ese justo título de Burt Bacharach y Hal David, otra de las magníficas composiciones con que este dúo ha contribuido a hacer del enorme, y más bien destartalado, edificio de la música popular un lugar más cálido y acogedor.

El texto abunda en afirmaciones igualmente correctas, por no decir tautológicas, como “una silla sigue siendo una silla incluso aunque no haya nadie sentado en ella” o “una habitación sigue siendo una habitación incluso cuando solo hay oscuridad allí”. Su eficacia lírica me genera ciertas dudas (Hal David no es un letrista por el que vendería mi alma, la verdad), pero no cabe ninguna con respecto al armazón melódico de la pieza, a la altura de las más vistosas partituras de Bacharach. Cuando se busca la versión canónica de una canción de Bacharach/David hay que empezar siempre por la de Dionne Warwick, eso es tan claro como que una silla es una silla, y en este caso con más razón porque fue ella quien la estrenó. Pero como afirma un viejo dicho ajedrecístico, “cuando encuentres una buena jugada, busca una mejor”. La versión definitiva de “A house is not a home” es la de Luther Vandross, y no es que lo diga yo, la propia Dionne lo reconoce de buen grado.

Un artista singular este Vandross. Inspirado por el carisma de Aretha Franklin, Diana Ross o la citada Warwick, se abrió paso en los setenta haciendo un poco de todo, desde anuncios para Burger King a voces de acompañamiento para David Bowie, cantando, componiendo, versionando y produciendo, hasta convertirse en el vocalista de rhythm & blues más definitorio de su generación. Durante los ochenta y los noventa vendió decenas de millones de discos y acumuló premios Grammy como la Preysler acumula retoques, aunque a diferencia de otros superventas de su misma cuerda musical, tipo Michael Jackson, Stevie Wonder o Whitney Houston, nunca alcanzó el reconocimiento global que le correspondía por currículum. Los demonios se lo llevaban con el asunto: “Simplemente vivimos tiempos en los que la mediocridad es muy popular, y los que no somos mediocres tenemos que ir apañándonos hasta que las cosas vuelvan a su lugar natural”. En efecto, si bien Vandross moldeó un tanto su discografía para satisfacer las demandas del mercado, su territorio natural fue siempre ese soul clasicote, melódico y sentimental que las pujantes modas del disco o el incipiente hip-hop se empeñaban en desterrar. Y un factor de mercadotecnia jugaba en su contra: durante su carrera sufrió exageradas alteraciones de peso. Llegó a alcanzar los 150 kilos, cifra que luego rebajó tan drásticamente que corrió el rumor en la prensa —alentado por más que fundadas sospechas sobre su orientación sexual— de que había contraído el sida. (No era verdad; aun así murió relativamente joven, en la plenitud artística, a consecuencia de un ictus derivado de la diabetes y la hipertensión).

Quede clara una cosa: Vandross derretía, literalmente, al público femenino de color. Buscad un vídeo suyo, absolutamente necesario, donde interpreta “A house is not a home” en la ceremonia de entrega de los premios NAACP de 1988. Las caras son para no perdérselas, incluyendo las de Anita Baker, Janet Jackson o, cómo no, Dionne Warwick, con la que la cámara se ceba especialmente. Pero por muy sexy que en ocasiones fuera su música, él se cuidó muy mucho —quizá por sus complejas circunstancias personales— de sexualizarla. Si Al Green, por irnos al ejemplo obvio, concebía el soul como el vehículo perfecto con que desembridar sus urgencias eróticas, Vandross tenía clarísimo que el vehículo era él y cede todo el protagonismo a la canción; Green te canta para que sueñes con él, Vandross te canta para que sueñes. Y a fe que lo conseguía, gracias a una voz con la que se agotan los calificativos. Hay quien lo ha llamado el Freddie Mercury del R&B y creo que no desbarraba; porque lo que sale esa garganta, más que voz, es puro terciopelo, puro viento, pura vida. Escuchad, pues, “A house is not a home”, y soñad.

A house is not a home / Luther Vandross
A house is not a home / Luther Vandross letra y traducción

Puntualizo: la versión de Luther Vandross de “A house is not a home” es la mejor… cantada. Típicamente, el jazz se ha nutrido del cancionero americano de la primera mitad del siglo XX (Tin Pan Alley, Broadway, Hollywood) para esculpir, versión a versión, sus estándares. Por el contrario, los clásicos pop de los sesenta para acá se han incorporado al canon con cuentagotas, no sé si porque sus estructuras armónicas no terminan de congeniar con este estilo musical, o tal vez porque el propio jazz vuela ya demasiado libre como para acatar de buen grado cortapisa alguna. “A house is not a home” es una de esas contadas excepciones; y esta vez, a la hora de la selección, no hará falta ninguna autoridad que nos guíe porque Bill Evans la grabó con su trío tres años antes de morir, y eso son palabras muy mayores.

Evans fue, para decirlo rápido, el pianista más profundo e influyente del jazz moderno. Su lenguaje musical, técnicamente deudor (en cuanto al tratamiento de los acordes) de impresionistas como Debussy o Ravel, insufló al género una nueva sensibilidad, europeizante, introspectiva y lírica, netamente refractaria a las abrasadoras exigencias del bebop. De paso, y casi sin darse cuenta, descubrió la entonces revolucionaria alineación, ahora el pan nuestro de cada día, de piano, contrabajo y batería, con la que trabajó casi toda su carrera, dando a los dos últimos instrumentos mucha más voz de la habitual en las secciones rítmicas de su tiempo. Como remate, fue uno de los navegantes que, al mando del capitán Davis y en la carabela Kind of blue, descubrió el Nuevo Mundo del jazz modal en 1959. Un descubrimiento, por cierto, en el que le correspondió un papel mucho más importante que el que nunca le reconoció Davis, o él se atrevió a reivindicar.

Inexplicablemente, Evans tenía una opinión muy crítica sobre su talento, lo que unido a su timidez congénita propició una terrible adicción a la heroína que marcó su vida desde los primeros sesenta hasta su fallecimiento en 1980 (para entonces había reemplazado su consumo por el de la cocaína, y no precisamente para bien). Su amigo Gene Lees, con mucho tino, definió su relación de amor/odio con los opiáceos como “el suicidio más largo de la historia”. De este feo asunto, el suicidio, Evans podría haber dictado lecciones magistrales, y no solo por acelerar su propio deceso dejando de tomar la medicación que necesitaba para su hepatitis crónica: su primera esposa, también heroinómana, se tiró a las vías del tren en 1973 cuando Evans le comunicó que la abandonaba por otra mujer; y su hermano, al que le habían diagnosticado esquizofrenia, se quitó la vida en 1979. Y ahora calculad, si eso es posible, los kilómetros que llevaba corridos cuando grabó esta pieza. Si Vandross transmuta la compacta interpretación de Warwick en un tour de force de dolor y esperanza, Evans, liberado de las traumáticas demandas del texto, parece proponernos un escenario de tranquila, casi satisfecha resignación. Como diciéndonos, como sin duda pensaba, que la música es el único hogar.

A house is not a home / Bill Evans
A house is not a home / Bill Evans

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Eleanor va, Eleanor viene, pero del pobre doctor Montague ¿quién se acuerda? Ya, es que lo de “profesión: cazafantasmas” da un poco de risa. O no, según como se mire. Durante la Guerra Fría tanto norteamericanos como soviéticos, siempre en busca de nuevos y creativos modos de incordiar al adversario, financiaron proyectos de investigación ultrasecretos para investigar qué había de cierto en determinados fenómenos paranormales como la telepatía o la visión a distancia. Y si os estáis relamiendo con la esperanza de que dichas investigaciones se intersecaran, siquiera de refilón, con nuestro deporte mental favorito, bingo. En concreto, dieron pie a uno de los episodios más delirantes del ya de por sí bizarro anecdotario del ajedrez. Un nombre propio: Boris Spassky. En la trastienda, su entrenador, Igor Bondarevsky.

La información “oficial” (léase Wikipedia) sobre Bondarevsky no revela nada particularmente llamativo. Nacido en 1913 en la sureña ciudad rusa de Rostov, el mejor resultado de este fuerte maestro soviético (también fue gran maestro por correspondencia) fue su victoria, empatado a puntos con Lilienthal, en el Campeonato de la URSS de 1940, del que presuntamente iba a salir el aspirante al cetro de Alekhine. O, para ser exactos, “debió haber sido”, porque los dirigentes federativos, que apostaban descaradamente por Botvinnik (apenas sexto en aquel certamen), se sacaron de la manga un estrambótico “campeonato absoluto” en el compitieron los seis primeros a cuádruple vuelta y que, esta vez sí, ganó quien tenía que ganar. Su otro gran éxito fue su clasificación para el torneo de Candidatos de 1950, que no pudo disputar por enfermedad. Desde entonces hasta principios de los sesenta, cuando se retiró, se prodigó poco, centrándose en sus tareas como entrenador, muy destacadamente de Spassky, que en sus manos maduró de prematuro fracasado a nada menos que campeón mundial.

Lo que no dice la Wikipedia es que Bondarevsky fue también un reputado parapsicólogo, pupilo de un célebre psíquico e hipnotista de masas polaco, Wolf Messing, que trabajó como vidente para el mismísimo Stalin y que supuestamente era capaz, entre otros prodigios, de entrar y salir del edificio de la policía secreta sin que un solo vigilante se percatara de su presencia. Cuidado con esto: Bondarevsky compitió en territorio ocupado por los nazis desde noviembre de 1941 (cuando Rostov fue conquistado por primera vez) hasta la definitiva liberación de la ciudad, en febrero de 1943. El castigo por su colaboracionismo, delito que te costaba por lo común de diez a veinticinco años en un gulag, consistió en su caso… ¡en nada! Es obvio que ya entonces gente de muchos galones le cubría las espaldas.

Con semejantes padrinos entiendes que Spassky considerara plausibles cosas que la gente normal tildaría de disparatadas para arriba, especialmente tras ver como Tal implosionaba ante él en Tiflis, en la final de Candidatos de 1965, coincidiendo con la llegada a la ciudad de Messing. Donde las dan las toman: las maniáticas exigencias de Fischer en el match del siglo parecen peccata minuta cuando te enteras de que el KGB analizó el zumo de naranjas del ruso por si lo drogaban, midió la radiación en la sala de juego y revisó con rayos-X la silla de Fischer en busca de dispositivos electrónicos ocultos. (Resulta que uno de los principales responsables del programa parapsicológico estadounidense, el doctor Russell Targ, estaba en Reikiavik por entonces. Aunque eso tenía poco de extraño, ya que era el cuñado… ¡¡¡de Bobby Fischer!!!).

Para blindarse contra el mal de ojo el aspirante colocó a un par de yoguis junto a Zukhar

Pero lo gordo que quería contaros es lo de la final de Candidatos de Belgrado 1977/78 entre Korchnoi y Spassky. Al comienzo este jugó de pena (llegó a acumular una desventaja de cinco puntos en el marcador) hasta que dio con la “explicación” de su debacle: ¡el árbitro lo estaba hipnotizando! Mencionaba un momento concreto en una de las partidas, cuando sintió que “algo” le impedía mover su caballo a f5, como era su deseo. El peregrino remedio, desde la partida 10 en adelante, fue refugiarse en su sala de descanso, desde donde podía ver el tablero mural del público, solo acercándose a la mesa para realizar sus movimientos. Como medida adicional de precaución, y para regocijo de los espectadores, que no daban crédito a lo que veían (es difícil dar crédito a lo que estáis a punto de leer), se protegió los ojos con distintas defensas, desde una visera tipo la que usan los golfistas a unas gafas de nadador. El caso es que le funcionó, porque no solo ganó cuatro partidas seguidas sino que además le contagió la paranoia a su rival. De hecho, Korchnoi (de cuya credulidad en lo paranormal ya fuimos testigos aquí) explica en su autobiografía que su espantoso error de la decimotercera partida fue inducido por una voz que le susurraba en la cabeza, y que solo logró recuperarse, venciendo en las partidas 17 y 18, cuando encontró la estrategia óptima —evitar que Spassky le mirase la nuca— para contrarrestar la embestida psíquica de la que estaba siendo objeto. (Unos meses después, en el Mundial de Baguio, Karpov explotó la, digamos sensibilidad, de Korchnoi al control mental incorporando a su equipo a un pintoresco doctor, un tal Vladimir Zukhar, cuyo cometido era mirar fijamente a Korchnoi durante las partidas. Para blindarse contra el mal de ojo el aspirante colocó a un par de yoguis junto a Zukhar y empezó a llevar —aquí se nota el magisterio de Spassky— unas gafas de espejo. Hubo un sinfín de polémicas y reclamaciones, y finalmente se decidió expulsar a los yoguis del recinto y reubicar a Zukhar en la última fila del patio de butacas. Cuando, tras una espectacular remontada, Korchnoi igualó a 5 el marcador —ganaba el que primero se anotase seis victorias—, los soviéticos se saltaron el acuerdo y Zukhar volvió a su asiento inicial. Korchnoi perdió la siguiente partida y, con ella, el match). En 1986, ya fallecido su tutor y recompuestas las relaciones personales, durante un tiempo muy deterioradas por el bochornoso circo de Belgrado, Spassky confesó a Korchnoi que se había equivocado. El árbitro no tuvo nada que ver, fue un problema de “fuego amigo”: ¡Bondarevsky admitió que había sido él quien le había impedido mover el caballo, pensando que la jugada era mala!

De todos estos trajines, indemostrables como son por naturaleza, cada cual puede opinar lo que le venga en gana, aunque Fischer dijo una vez algo bastante sensato (para variar) al respecto: “No creo en la psicología, creo en las buenas jugadas”. Nada paranormal, por ejemplo, encontraréis en la siguiente imponente partida del campeonato soviético de 1950, tan solo una catarata de excelentes movimientos con la que Bondarevsky sanciona la imprudente apertura de su rival. ¿O quizá sí? La jugada crítica del duelo, 12.Ab2!!, preludia un sacrificio posicional de calidad muy al estilo de los que unos años más tarde pondría de moda Petrosian, pero que en la época en que se jugó la partida entraba en franca contradicción con los dogmas teóricos establecidos. ¿Estaba ensayando Bondarevsky, acaso, sus dotes precognitivas? Es lo bueno de estos indemostrables asuntos, que somos libres de opinar lo que se nos antoje.

Bondarevsky-Mikenas, Moscú 1950

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