Ted Chiang, Dave Brubeck y Wen Yang

Donde se investigan algunos fascinantes misterios de la física teórica, como la sabiduría de los rayos de sol o por qué es posible viajar al pasado para matar a tu abuelo, pero no matarlo. Más, para los que prefieren las ciencias aplicadas, algunas novedades interesantes en dopaje tecnológico.

65: Historias de tu vida de Ted Chiang

He echado el cálculo y resulta que más de la mitad de los libros del blog se han llevado al cine. A veces, por exigencias del guion, ha habido que mencionarlo, pero en general procuro omitir este dato, más que nada por no dar ideas. Porque a ver, confesadlo, ¿cuántas veces habéis leído una novela después de ver la película? Yo os lo digo, ninguna: si es buena, porque total, ya sabes de lo que va; y si es mala, porque a saber si el libro no será todavía peor.

Ted Chiang es un tesoro que os guardaba con mimo, para una ocasión especial. Uno de esos autores con los que triunfas muchísimo porque en España lo conocen siete y es infinitamente más interesante que la mayoría de lo que te venden los empanados de Babelia o El Cultural. Os haréis cargo de mi desolación cuando hace justo un año, engañado por las buenas críticas, fui a ver La llegada y constaté, repasando los créditos de cierre, la horrible sospecha que me había embargado según se desarrollaba la acción: está basada en “La historia de tu vida”, quizá el mejor de todos los cuentos de Chiang. Si no pagasteis entrada en su día, supongo que habréis amortizado con ella alguna noche de video y sofá, así que el daño es irreversible, pero si por casualidad no la habéis visto, por Dios os lo pido: no se os ocurra hacerlo. Al menos, no antes de leer el cuento. En el peor de los casos, me queda el consuelo de que Hollywood no me ha chafado todavía sus otros relatos, aunque me consta que le han comprado los derechos de un par. Así que mejor me pongo las pilas y os hablo ya de él, no me vaya a pillar el toro.

Entendedme, no es que La llegada sea tan desastrosa: comparada con la Transformers o Star Wars de turno es apoteósica, y Amy Adams está inconmensurable en su papel de Louise Banks, una lingüista a la que se le encarga descifrar el idioma de unos enigmáticos extraterrestres; un aprendizaje que volteará no solo su modo de pensar, sino de sentir. Pero me indigna el final, un ridículo engrudo de Armagedón y happy end, metido a presión con la obvia intención de hacerla más amable en taquilla, que despilfarra en gran medida el impacto emocional de la historia. Y más específicamente, me fastidia que no se diga una palabra del principio de Fermat del tiempo mínimo, que es el cogollo conceptual en torno al cual Chang lo construyó todo. (Momento letra pequeña: los rayos de luz cambian su trayectoria y velocidad cuando pasan de un cierto medio a otro y por eso da la sensación de que un lápiz está roto cuando lo metemos en un vaso con agua. Dicho fenómeno, la refracción de la luz, os es de sobra familiar, pero lo que no sé si sabéis es que cuando el rayo viaja de un punto A, en el aire, o otro B, dentro del agua, el punto de incidencia C en la superficie es tal que el rayo cubre el trayecto entre A y B en el mínimo tiempo posible. Este singular hecho, descubierto por el matemático francés Pierre de Fermat en 1662, es el principio al que antes me refería. Pensadlo bien: es como si el rayo supiera de antemano el camino óptimo que debe recorrer; como si el efecto precediese, o al menos fuera simultáneo, a la causa. Intrigante, ¿verdad?). Por otro lado, comprendo que la Paramount no está en el negocio para arruinarse. Aparte de que existía un riesgo claro para la salud pública: la mitad de los espectadores habría sufrido un ictus cerebral intentando aclararse con el “principio del mínimo Fermat” ese.

Nada de esto incumbe al bueno de Chiang, ajeno a la redacción del guion y al rodaje del filme, cuyo aprecio por el vil metal puede calibrarse sabiendo que gran parte de su obra está disponible gratis (es decir, legalmente gratis) en Internet. De hecho, ni siquiera es profesional de la literatura (salvo que por “literatura” entendamos documentar software para programadores, que es con lo que se gana la vida), y eso que ha ganado repetidamente todos los premios de la ciencia ficción habidos y por haber. De cuando en cuando, a Chiang se le ocurre un nuevo argumento; si es de verdad sustancioso, lo deja madurar y, a su debido tiempo, lo usa para un relato. Tan solo quince, de muy variada extensión, ha publicado hasta ahora, desde que se estrenó con “La torre de Babilonia” en 1990. Todavía no ha escrito ninguna novela, y ha advertido a sus sedientos incondicionales de que no lo hará hasta tener una razón convincente. Típicamente, Chiang enfrenta en sus historias a personas inteligentes y sensibles con supuestos científicos o tecnológicos sorprendentes (nunca contradictorios con nuestro actual conocimiento), y luego escruta, minuciosa y desapasionadamente, como sus vidas interiores se ven afectadas por ello. Como la psicología es tan convincente como radicales sus premisas, consigue ubicar (o más bien, desubicar) al lector en una deliciosa y desconcertante tierra de nadie. En “Dividido entre cero”, por ejemplo, una brillante investigadora halla una prueba de la inconsistencia formal de las matemáticas, con lo que comprende que el raciocinio humano es un insoportable sinsentido. Los protagonistas de “La verdad de los hechos, la verdad del corazón” se implantan unas cámaras con las que graban cada segundo de su vida. Es el antídoto perfecto contra la desmemoria, pero a veces la desmemoria es el antídoto perfecto contra la infelicidad. Y en “¿Te gusta lo que ves? (Documental)” es posible someterse a una intervención que te vuelve indiferente a la belleza física, la tuya y la de los otros. ¿Te operarías?

En 2002, Chiang reunió sus ocho primeros relatos en una antología (bien) traducida a nuestra lengua por Bibliópolis como La historia de tu vida. Ha sido recientemente reeditada gracias al tirón de La llamada, así que algo bueno hemos sacado en claro de la película. Yo he alterado el título mínimamente, primero para ajustarlo al de la recopilación en inglés, segundo para enfatizar que mi versión incluye los otros tres cuentos que se le han traducido hasta la fecha (en el volumen 50/51 de Cuásar y dos colecciones de Sportula, Terra Nova y A la deriva en el mar de las lluvias). He saciado mi bulimia completista poniendo asimismo a vuestra disposición los quince originales, y si os remuerde la conciencia porque no hacéis lo suficiente para mejorar vuestro inglés tenéis una ocasión de oro para enmendaros, ya que Chiang escribe sus historias de un modo parecido (sospecho) a sus manuales técnicos, con una prosa quirúrgica y transparente, agradablemente fácil de leer. No estoy afirmando que sea siempre fácil de entender; Chiang no solo habla de personas inteligentes, también da por sentado que sus lectores lo son. Pero nunca lo veréis dispersarse derrochando adjetivos en poéticas puestas de sol (aunque hay una impresionante —por otro motivo— en “La torre de Babilonia”), que estarían tan fuera de lugar en sus textos como un pavo real en la Estación Espacial.

Hay muchas rutas hacia la excelencia literaria, algunas más obvias que otras. Acaso sea justo su impávida asepsia, como de sala de autopsias, la que hace que los relatos de Ted Chiang te calen tan dentro. ¿Son áridos los detalles jurídicos de un desahucio, la descripción morfológica de un tumor? Preguntádselo al que ha perdido su casa o padece la enfermedad.

Historias de tu vida
Stories of your life (original en inglés)

Música y ajedrez que vienen a cuento:

A Ted Chiang le interesa sobremanera la naturaleza del tiempo, asunto al que ha dedicado tres de sus relatos: “La historia de tu vida”, “What’s expected of us” y “The merchant and the alchemist’s gate”. Es un drama que los dos últimos no estén traducidos, en especial “The merchant and the alchemist’s gate”, una fantasía ambientada en la embrujada Badgad de Las mil y una noches que indaga, con la penetración que caracteriza al estadounidense, en la célebre paradoja del abuelo: si viajo al pasado y mato a mi abuelo, entonces no he nacido, luego no puedo matar a mi abuelo. El caso es que la relatividad general de Einstein no excluye del todo que se pueda retroceder en el tiempo, según demostró Kip Thorne en los ochenta combinando uno de sus controvertidos agujeros de gusano con la distorsión temporal inducida por un agujero negro. (Este Kip Thorne no es un cantamañanas, precisamente; ha compartido el Nobel de Física de este año por su decisiva contribución a la detección de las ondas gravitatorias). Cabe concebir, entonces, que exista una especie de portal al pie de una colina por el que entremos a mediodía y del que salgamos, en lo alto de la misma, a las doce menos cinco. Lo mejor de todo es que la paradoja se puede formular, y estudiar, matemáticamente, simulando el lanzamiento de una bola hacia el portal con una posición y velocidad tales que, cuando ruede colina abajo tras salir un poco antes, impacte con su copia futura y desvíe su trayectoria, impidiéndole la entrada. Pero las ecuaciones dicen algo muy divertido: las dos bolas, la presente y la futura, se comportan como si ambas estuvieran cargadas positivamente, repeliéndose. No hay manera de diseñar el lanzamiento para que choquen; no hay paradoja. Ahora bien, si esto es así, ¿dónde queda el libre albedrío? ¿Qué ocurriría si en lugar de una bola soy yo quien cruza el portal y corro colina abajo para placar a mi otro yo? Eso mejor que se lo preguntéis a Chiang.

En lo que a la naturaleza del tiempo musical se refiere, el experto número uno del jazz fue Dave Brubeck: cinco álbumes, cinco, publicó con la palabra “time” en el título, desde Time out (1959) a Time in (1966), con la revolucionaria (para la época) intención de explorar, por activa y por pasiva, compases y métricas ajenos al típico 4/4 de esta forma musical. Time out, muy en concreto, fue recibido de uñas por la crítica, pero hizo furor en los campus universitarios (en los años, no lo olvidemos, en que el fenómeno Elvis estaba en todo su esplendor) y continúa siendo uno de los discos más vendidos de la historia del género. No es osado afirmar, incluso, que su pieza estrella, “Take five”, es la composición de jazz más popular de la segunda mitad del siglo XX. Esto es bastante singular, no ya por su insólito compás 5/4 (de ahí el “five” del título), sino porque se trata básicamente de un solo de batería. Time out es todo él una singularidad, la verdad: música muy sofisticada, de la que seduce a la mente, pero sienta bien al cuerpo; uno de esos discos que te tienes que pensar muy mucho no tener, porque quedarás como un cateto si alguien lo descubre.

Pero Dave Brubeck es mucho más que Time out. Es imposible concretar en una sola pieza una amazónica carrera musical de casi sesenta años de grabaciones, pero “Softly, William, softly” (de Time in) vale para dar una idea aproximada de por dónde anda el nivel. Si, cuando la escuchéis, os da la sensación de que “no es malo el tipo ese del saxo alto”, no puedo más que alabaros el gusto. Paul Desmond fue un fijo del The Dave Brubeck Quartet desde que este lo fundó en 1951 hasta que lo disolvió en 1967, y aunque la parte creativa recayó casi siempre en el líder (casi siempre; “Take five” es de Desmond), el “sonido Brubeck” es inconcebible sin su fraseo grácil y melódico (Desmond decía que procuraba sonar “como un martini seco”), contrapunto ideal al ataque más denso del pianista.

No sé si habréis advertido que la proporción de artistas blancos en las treinta y tantas piezas de jazz aparecidas hasta ahora en el blog es bastante reducida, pero es la que les toca dada su relativa irrelevancia en este género. Por ello, cuando Brubeck protagonizó la portada de un famosísimo semanario estadounidense en 1954, el segundo jazzman (tras Louis Armstrong) que disfrutaba de tal distinción, algunos se lo tomaron como un insulto a los músicos de color. El primer incomodado fue el propio Brubeck, bien consciente de que los méritos que acumulaba no tenían comparación con los de Duke Ellington, con independencia de que vendiera, ya entonces, muchísimos más discos que este. Pero no se les puede negar el buen ojo a los de la revista, como si hubieran viajado al futuro y contemplado el lío que Brubeck iba a montar cinco años después (aparte de que Duke tuvo de todos modos su portada tras su resurrección en Newport ’56). La revista de la que hablo es, claro está, Time.

Softly, William, softly / Dave Brubeck
Softly, William, softly / Dave Brubeck

Cuando lo de la portada de Time Brubeck apenas tenía composiciones propias, para más inri. “In your own sweet way” es una de esas pocas excepciones: la había escrito uno o dos años antes, espoleado por Paul Desmond, que se quejaba precisamente de que no interpretaban más que estándares en el cuarteto. Con los años se ha convertido en una de sus piezas más admiradas, y ha sido versionada por innumerables artistas, algunos tan formidables como Miles Davis, Keith Jarrett, Chet Baker o Wes Montgomery.

Ralph J. Gleason, un crítico musical muy reconocido, dijo una vez de Montgomery: “Es lo mejor que le ha ocurrido a la guitarra desde Charlie Christian. Tiene esa cualidad eléctrica, el don especial de dar vida a todo lo que hace, que distingue al artista verdadero”. Christian, por cierto, es el único guitarrista de jazz al que dedicado una entrada en el blog, y de eso hace un siglo, así que era casi obligado elegir la versión de Wes Montgomery de “In your own sweet way” frente al resto. Que sea la mejor de todas, inclusive la de Brubeck, tampoco estorba.

In your own sweet way / Wes Montgomery
In your own sweet way / Wes Montgomery

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Como Ted Chiang, cuyos padres huyeron de allí durante la revolución comunista, Wen Yang es de ascendencia china. Hasta el punto de que es absolutamente chino, en concreto oriundo de Shandong, una provincia costera al este del país. Pero no está aquí por eso, sino por lo tuneadísimo (ríete tú de los lifelogs que se enchufan en “La verdad de los hechos, la verdad del corazón”) que compareció a la partida que os mostraré en un momentito, disputada en el campeonato chino por equipos de 2012. No es que escondiera un programa de ajedrez en el móvil (no sería el primero al que cazan con uno en un torneo importante, por cierto); pero a efectos prácticos fue casi lo mismo.

No obstante, el factor humano sigue vigente por la simple razón de que el adversario posee un programa semejante al tuyo

Durante décadas, uno de los pilares que sustentó la hegemonía de la escuela soviética fue la preparación teórica: todas sus grandes estrellas contaban con algún experto en aperturas (o varios) para proveerles de novedades con que sorprender a sus rivales. Actualmente, gracias al potentísimo software ajedrecístico del que disfrutamos, el asunto se ha democratizado una barbaridad, y hasta el más chusquero de los profesionales tiene al alcance de un clic, casi regalado, un infalible analista de silicio. No obstante, el factor humano sigue vigente por la simple razón de que el adversario posee un programa semejante al tuyo. La cosa funciona así. Partiendo de una cierta posición ya conocida, igualada según la máquina y la práctica magistral, hay que encontrar una secuencia de movimientos, quizá no los mejores del todo, que obligue al rival a jugar con la máxima precisión, y a ser posible de modo poco intuitivo, para mantener el equilibrio. Por descontado, el contrario tiene su ordenador carburando a toda mecha intentando hacerte eso mismo a ti. Cuando los jugadores se citen frente el tablero, tarde o temprano uno de ellos se encontrará con un movimiento no previsto. Entonces llegarán las dudas, porque aunque sabes, te lo dijo tu ordenador, que no hay nada que temer, ¿podrás encontrar la salida sin su ayuda?

Cuando Xiu Deshun vio 12…d5! en la partida de hoy, ya no sé si le entraron las dudas o la risa floja, porque la jugada tiene una pinta farolera muy considerable, y más sabiendo quién llevaba las negras. Incluso entre sus compatriotas, que tienden a distinguirse por su fogosidad táctica (quizá porque la variante autóctona del juego, el xiangqi, es mucho más ágil que el ajedrez convencional), Wan Yeng tiene fama de especialmente temerario; hay quienes le llaman el Tal chino. Pero no hay nada de alocado en 12…d5! o en el estruendoso sacrificio 15…Nd5!! (la clave del juego negro), sino un trabajo analítico de altos vuelos que Šahovski Informator reconoció como el mejor hallazgo teórico de su volumen 114. Y no solo eso, el mismísimo Garry Kasparov la seleccionó, absolutamente entusiasmado (“¡me siento joven de nuevo!”, escribió), para protagonizar su columna en dicho volumen. Porque ojo: una cosa es conseguir ventaja en la apertura con una buena preparación casera; y otra muy distinta, cuando esta concluye y te toca pensar por tu cuenta, materializarla como lo hace Wen Yang.

Ahora bien, no me preguntéis por el punto exacto donde acaba la máquina y empieza el hombre en esta partida. Soy incapaz de distinguir al uno de la otra.

Xiu Deshun-Wen Yang, Pekín 2012

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