Kramnik-Leko, Campeonato del Mundo (partida 14), Brissago 2004

Garry Kasparov y Vladimir Kramnik protagonizan una anécdota poco conocida que, de haber tenido un desenlace distinto, habría volteado la historia del ajedrez del siglo XXI. Fue a finales de los noventa, a la conclusión de uno de los torneos de Linares, cuando ambas figuras viajaban de madrugada en un taxi para tomar el avión en Madrid. Kasparov, en el asiento del copiloto, y Kramnik, detrás, iban hablando de sus cosas cuando de improviso, en plena carretera y a ciento y pico kilómetros por hora, el conductor se durmió. Como el tipo llevaba gafas de sol, nadie se dio cuenta hasta que el vehículo empezó a virar hacia la divisoria, justo en el momento en que un coche llegaba por el carril contrario. Kasparov gritó y el taxista reaccionó y dio un volantazo, evitando la colisión por décimas de segundo. Según creo, al pobre todavía le tiemblan los tímpanos de la bronca que le echó a renglón seguido el Ogro de Bakú.

Caballero o caballerete, que tampoco le vamos a dar más vueltas, de lo que no cabe duda es de que el juego de Vladimir Kramnik es principesco

Si Kasparov y Kramnik se hubieran estrellado en esa carretera andaluza, el primero, entonces en el apogeo de su carrera, sería sin dudar el mito entre los mitos, un Cristo del ajedrez al que la afición veneraría muy por encima de Capablanca, Fischer o Morphy; y Kramnik, siquiera por vasos comunicantes, hubiera promocionado al interesante estatus de leyenda malograda. Pero el Destino, que a veces evidencia un sentido del humor de muy discutible gusto, tenía en cartera algo bastante distinto. Para ser precisos, algo en la línea de esa fábula de Esopo en que la víbora muerde al labrador, justo por haberla cobijado en su camisa para darle calor.

Si hay un calificativo que se le pueda aplicar poco a Kasparov es “patético”, y sin embargo es lo que te viene a la cabeza cuando enumeras sus tribulaciones con su delfín, al que no pudo tratar mejor. Pues fue precisamente Garry quien se empeñó, en contra de la opinión de muchos en su país, en que Vladimir, entonces un quinceañero que ni siquiera era gran maestro, ocupara la plaza de primer reserva en el equipo de Rusia para la Olimpiada de Manila de 1992 (el chico cumplió con creces: 8½ sobre 9 y medalla de oro en su tablero). El mismo Garry que le dio la inigualable oportunidad de vivir un match por el título desde dentro, enrolándolo como segundo en el mundial Kasparov-Anand de 1995, y que le ofreció la posibilidad de luchar por la corona en 2000 a pesar de su fiasco contra Shirov en Cazorla dos años antes.

Luego vino el sorpresón, como no ha habido otro en la historia del ajedrez desde el encuentro Alekhine-Euwe de 1935: el aspirante ganó, y además bien. Kasparov, herido en su orgullo, reapareció en 2001 a lo grande, ganando cuantos torneos le pusieron por delante, entre ellos dos donde también participaba el nuevo campeón, y no tardó en reclamar un match revancha; pero Kramnik, vergonzantemente, se escudó en que el contrato firmado antes de Londres 2000 no decía nada de tal revancha y se hizo el longuis. El tema se puso bastante feo, aunque tras el acuerdo de Praga de 2002 las aguas parecieron volver a su cauce. El pacto (rubricado por Kramnik, Kasparov e Ilyumzhinov, el presidente de la FIDE) estipulaba que Kramnik competiría contra el ganador de una especie de torneo de Candidatos que estaba a punto de celebrarse de Dortmund (donde faltaban Anand, Ivanchuk y por supuesto Kasparov), mientras que este se enfrentaría al devaluado campeón FIDE: los ganadores de ambos duelos lucharían por la corona unificada. Por desgracia aquello naufragó de mala manera, como casi todo donde mete las zarpas el zumbado de Ilyumzhinov. Costó Dios y ayuda encontrar financiación para el match entre Kramnik y Péter Lékó (ganador en Dortmund), que seguramente interesaba bastante a las abuelas de ambos, pero a muy poca gente más, mientras que el otro se aplazó y aplazó hasta que Kasparov, desengañado, se retiró del ajedrez en 2005. Tras todo aquel lío vino lo del Toiletgate y Kramnik lavó muchísimo su imagen, y desde entonces ha sabido promocionarse como un perfecto gentleman, sofisticado y familiar a la vez, que presume de esposa parisina e hijita de postal.

Caballero o caballerete, que tampoco le vamos a dar más vueltas, de lo que no cabe duda es de que el juego de Vladimir Kramnik es principesco. Desde la revolución dinamicista de Kasparov, acrecentada por la sofocante fuerza bruta de las apisonadoras de silicio, pasa una cosa curiosa con el ajedrez de élite: no hay quién lo entienda. No así con Kramnik, gracias al cielo, cuyas partidas se disfrutan como un plácido oasis entre tanto caos y anarquía. Convendría precisar esto un poco, ya que su estilo ha experimentado variaciones notables a lo largo del tiempo; a él le gusta compararse con un pintor que ha evolucionado a través de diferentes etapas creativas. En los noventa su ajedrez seguía la moda del momento, activo, agresivo y en una búsqueda constante de complicaciones tácticas. Luego, hacia 1998, se produjo un repentino cambio y empezó a jugar de un modo puramente posicional, estado de cosas que se mantuvo hasta mediados de los dos mil, cuando vuelve a virar paulatinamente al rojo pasión. Estos últimos años, según su propia confesión, atraviesa un nuevo periodo “clásico”, sin duda lo que mejor le va, no en vano fue durante su etapa “azul océano”, en que la armonía de su ajedrez límpido y sereno exigía comparaciones con los de Capablanca o Smyslov, cuando obtuvo sus triunfos más memorables.

Y para memorable, desde luego, la decimocuarta y última partida del match de Brissago. Como ya he dicho el evento prometía poco, pero dio bastante más juego del previsto, sobre todo a raíz del espantoso patinazo de Kramnik en la partida 8 (os remito a mis comentarios a la Shirov-Aronian de marzo de 2012 para más detalles) que puso a Lékó con ventaja en el marcador. Lo que pasó a continuación puede compararse bastante con esos partidos de vuelta de Copa donde un equipo se vuelca para lograr el gol que le falta, y el otro echa balones fuera y reza para que el árbitro pite el final. Solo en otras dos ocasiones en la historia de los Campeonatos del Mundo, Lasker contra Schlechter en 1910 y Kasparov contra Karpov en Sevilla, había logrado el titular renovar in extremis la corona. Pero si Lasker y Kasparov marcaron tras los equivalentes ajedrecísticos a sendos barullos en el área, el gol de Kramnik fue un primor de toque y filigrana. Que Kramnik era un campeón legal no se le discutía, pero aquel día se reivindicó como un campeón de ley.

Kramnik-Lékó, Campeonato del Mundo (partida 14), Brissago 2004

Más partidas memorables de Vladimir Kramnik:

Kramnik-Anand (Wijk aan Zee 2007), Kramnik-Carlsen (Bilbao 2010) y Kramnik-Giri (Dortmund 2011).

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