Edward Gorey, Andrew Bird y Sergey Karjakin

Otra jornada no apta para espíritus sensibles en este blog sin corazón. Un surtido de destinos funestos aguarda a unos inocentes pequeñines: una secta de insectos, una bruja trashumante, un hacha bien afilada. Queda el consuelo de que el homicida del hacha acaba de cortarse un pie, y bien podría rodar pronto su cabeza.

79: La fabrica de vinagre de Edward Gorey

Con los críos me pasa como con los gatos, no hay química entre nosotros. Si visito a algún cuñado, un beso de compromiso a los sobrinos y gracias, y si se escabullen os garantizo que no corro a buscarlos; y cuando coincido con la hija del vecino en el ascensor por las mañanas, tirando de su mochila de ocho kilos, os juro que me cortocircuito: qué se supone que tengo que comentar, ¿“Qué tal el cole” o algo así? Ahora que lo pienso, los niños y los mininos son seres bastante similares, egocéntricos, escurridizos y lunáticos; si toleran nuestra insufriblemente aburrida presencia es, en esencia, por nuestra capacidad para proveerles de leche caliente en cantidades ilimitadas. No se trata de nada dramático, no me los como crudos para desayunar, es solo una cierta ojeriza que estoy seguro compartimos un amplio porcentaje de la población masculina adulta, y que disimulamos por ese mismo pudor ranciote que impide a la gente reconocer que visita páginas de alto voltaje erótico. (Si bien de esto último hablo de oídas, en mi vida he navegado por esas indecencias). Componer un abecedario ilustrado, como hizo Edward Gorey (1925-2000), donde un mocoso palma de modos variados en función de la letra de turno: eso es tenerles antipatía de verdad.

Aunque al contrario que yo, Gorey adoraba los animales y muy especialmente los gatos: había montones de ellos, y bien que se les olía, en el caserón de dos siglos donde vivía. (Lo cierto es que había montones de casi todo allí, incluyendo una lápida y la foto de una escultura india de un tigre comiéndose a un misionero, porque era un coleccionista compulsivo). Su celo era tal que legó todo su dinero a grupos proteccionistas de fauna variada, murciélagos por ejemplo, lo que no le impidió comprarse unos abrigazos de piel de mapache con los que se paseaba por Manhattan en zapatillas de deporte y ensortijado como un capitán pirata. Claro que si Gorey se distinguía por algo, era por sus disparatadísimos extremos. Siendo una de las personas más curiosas que cabe imaginar, solo hizo un viaje en su vida, a Escocia, y únicamente por contemplar los exteriores de una película que le gustaba muchísimo. El cine, por cierto, era otra de sus pasiones, incluso trabajó como crítico para un semanario durante una temporada, pero podía pasarse horas viendo culebrones o desternillarse con la última de Jackie Chan. Asimismo, leía como un poseso, lo mismo le daba Agatha Christie que Wittgenstein o Beckett. Recluso vocacional, rara vez te abría cuando llamabas, salvo que aporrearas con insistencia alguna de las ventanas; y sin embargo, de puertas para adentro, era jovial, efervescente y muy afable.

Con estas credenciales no es muy sorprendente que su obra sea tan inclasificable, y cuando digo “inclasificable” estoy siendo literal: dependiendo de la librería la puedes encontrar en las secciones de literatura gótica, obras ilustradas, cuentos para niños, cómics, narrativa contemporánea o arte. De entre el centenar de libros, o lo que sean, que escribió (o dibujó, o lo que sea), ninguno tan apropiado para introducirnos en su singularísimo universo como el tríptico (aviesamente subtitulado “Tres tomos de enseñanza moral”) La fábrica de vinagre. Incluso como mero objeto de coleccionista es coqueto hasta decir “para, que ya no aguanto más”. En la edición original de 1963 (la única en Estados Unidos con este formato) los tomitos de marras, de tamaño un poco mayor que una funda de cedé, se guardan en un miniestuche de cartón profusamente ilustrado con serpientes, esqueletos, calaveras…, es decir, lo típico con que cualquiera ilustraría profusamente un miniestuche de cartón. En España los incondicionales de Gorey tenemos una suerte bárbara porque Libros del Zorro Rojo lo publicó justo así en 2010. Esto de aperitivo, porque la maravillosa editorial Valdemar ha editado, ya en formato convencional, un total de cuatro antologías compilando prácticamente toda su obra. En versión bilingüe, encima.

Lo primero que os saltará a la vista cuando abráis cualquiera de los librillos es la escenografía: los soberbios dibujos a plumilla, con su paranoica densidad de detalle y sus teatrales encuadres, te arrastran de inmediato a una pesadilla postvictoriana y dislocada de mansiones vacías, jardines siniestros y páramos peligrosos. Aunque de lo que estáis deseando que os hable, que lo sé yo, es de su pequefobia. Tranquilos, ya dije antes que Gorey no era un degenerado ni nada parecido. Simplemente, le interesaba el crimen porque ponía al descubierto detalles locos de cómo es de verdad la gente, y habiendo niños por medio, desvalidos como son por naturaleza, el delirio se centuplica. En verdad, Edward Gorey tenía un diabólico sentido del humor. Mostrando a “Los pequeños macabros” de su macabro alfabeto momentos antes de sus decesos (bastante aparatosos por lo general), es como si nos propusiera un juego: cierra el libro, y de algún modo sálvalos, o a tu riesgo (y sobre todo el de ellos) continúa y diviértete. No saciado, por lo que se ve, con semejante escabechina, añadió “El Dios de los insectos”, una suerte de negrísima nana admonitoria sobre los riesgos, por lo demás evidentes, de descuidar la vigilancia de una chiquilla cuando por el parque circula un insecto talla XXL con los bolsillos llenos de golosinas. Llegados aquí no cometáis el error, embrujados por los grabados, de pasar por alto las rimas, retumbantes, intencionadamente resecas y arcaizantes. Es una lástima que Libros del Zorro Rojo no incluya los textos originales en su edición, porque a Gorey le interesaban las palabras por sus sonoridades mucho más que por sus significados. De hecho, escribía con un propósito muy claro en mente, explicar lo menos posible y obligar así al lector a construirse su propio relato. Es justo ese poder de evocación, esa capacidad de sugerir que tras lo que contemplamos subyace algo profundo y perturbador, que se nos escapa pero no por ello es menos real, lo que hace que las obras más logradas de Gorey sean tan fascinantes y magnéticas. Nada mejor para comprobarlo que “El ala oeste”, donde ni sola palabra complementa a las imágenes, y la protagonista es una casa donde el desastrado empapelado de las paredes, el sinsentido de una habitación anegada o partida en dos, se antojan más intensos que los contados individuos, no está claro si vivos o muertos, que deambulan por ella. (Tampoco aquí falta la consabida chiquitaja paseándose a gatas. No necesariamente le está pasando nada malo todavía, pero con un cadáver en la alcoba de al lado, una momia caminando por el pasillo y un tío en pelotas en el balcón, mejor que la cambien de guardería ya).

Si algo odiaba Gorey de verdad de verdad era hablar de su obra, ignorada por completo al principio, promocionada a desaforado objeto de culto tras la aparición, en 1972, de su antología Amphigorey. “Tomarse en serio mi trabajo sería el colmo del desatino”, le espetó una vez a un reportero. Hagámosle caso entonces y tomémonoslo a broma. Eso sí, muy seriamente. O lo que sea.

La fabrica de vinagre / The vinegar works (versión bilingüe)

Música y ajedrez que vienen a cuento:

Estas son algunas de las razones por las que Andrew Bird viene hoy a cuento:

  • Para empezar, él y Edward Gorey son paisanos: ambos nacieron en Chicago (vale, Andrew en los suburbios del norte de Chicago, tampoco me apretéis tanto).
  • Al Dios de los insectos no le hará falta más que una lata de caramelos de canela para engatusar a la boba de Millicent Frastley; el niño de “Fatal flower garden” (en el disco The swimming hour, 2001) le planta algo más de cara a una bruja zíngara, pero ¿cómo resistirse al dulce de manzana, las mandarinas y sobre todo los diamantes?
  • Con cierta manga ancha podríamos traducir el título de su álbum Armchair Apocrypha (2007) como “El sillón apócrifo”. En cuanto a Gorey, escribió/dibujó El curioso sofá, una especie de divertimento pornográfico; si bien, como podéis suponer, el concepto que este personaje (del que no consta ninguna relación amorosa y que se autodefinía como “razonablemente asexuado”) tenía de lo “pornográfico” dista bastante de lo convencional.
  • Los textos de Gorey son a veces auténticos galimatías, pero esperad a leed las letras de Bird. Aparte de que, por lo visto, la lengua inglesa se les queda corta: si en otro de sus trabajos, El fresco de guardería, Gorey desentierra de los confines del idioma palabras como “iganavia”, “quincunx” o “febrifuge”, Bird se las inventa directamente (“imitosis”, “gotholympian”, “Souverian”, “ethiobird”…).

Y por si no bastara con lo anterior:

  • ¡En la letra de “Measuring cups” (en The mysterious production of eggs, 2005) se menciona explícitamente a Gorey!

Dios los cría y ellos se juntan, como suele decirse. Aclararé que las similitudes se han ido agrandando con el tiempo: Gorey habitó desde el principio un planeta creativo muy reconocible, mientras que Bird ha aterrizado en el suyo tras visitar la galaxia entera; es como si se hubiera empollado todas las optativas del grado “La música del siglo XX” mientras decidía si se doctoraba en esto o lo de más allá. Primer curso (Music of hair, 1996): Ravel, Schumann, folclore europeo, gypsy jazz. Segundo curso (Thrills, 1998 y Oh! The Grandeur, 1999): el hot jazz y el cabaret berlinés de Brecht y Weill. Tercer curso (The swimming hour): blues, rhythm & blues, psicodelia sesentera, hasta rumba. En qué se doctoró con The mysterious production of eggs y Armchair Apocrypha, sus álbumes imprescindibles, es difícil de dilucidar. Un tanto desesperados, los taxonomistas del ramo aportan nombres como Jeff Buckley, Rufus Wainwright o Sufjan Stevens, lo que a Bird le divierte bastante porque equivale a decir “este tío hace una música personalísima que me encanta, pero no tengo ni idea de por qué”. No estando en mejores condiciones que estos sabios para arrojar luz sobre el enigma, sí puedo al menos mostraros un par de sus estupendos temas, de algún modo complementarios porque ilustran sus dos habilidades más inesperadas: silba como un ruiseñor y hace lo que le da la gana con el violín, incluyendo arpegiar con el pizzicato como si estuviera tocando la guitarra.

Tendemos a disculpar la abrumadora mediocridad que infesta casi por completo la música contemporánea: los caladeros se han agotado, nos consolamos, de tanto pescar en ellos. No deberíamos, porque es simplísimo hacer música válida y original. Aprende a tocar impecablemente un instrumento (Bird empezó con el suyo a los tres años); hay puntos extra si no es la guitarra o el piano. Si sabes usar la boca para algo más que cantar, mejor. Escribe canciones de todos los estilos concebibles. Las letras son opcionales, pero puede que te inspire (principalmente si lo tuyo es el humor negro) subirte al escenario con un chaquetón extravagante y a tope de bisutería. Digiere.

Así cualquiera, Andrew Bird.

Sovay / Andrew Bird
Sovay / Andrew Bird letra y traducción
Truth lies low / Andrew Bird
Truth lies low / Andrew Bird letra y traducción

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Por lo que sea, Gorey decidió hacer una excepción en la viñeta “K” de “Los pequeños macabros” y no mostrarse nada elíptico. Más que Gorey, esto es decididamente gore:

La K es de KATE, golpeada con un hacha

Reemplazando “Kate” por “Karjakin” (que a fin de cuentas, también empieza por “K”) es también el titular que, suponíamos, resumiría el match por el título mundial que estos días disputan en Nueva York el actual campeón, Magnus Carlsen, y su retador, el ruso, antes ucraniano, Sergey Karjakin. Pero estamos en 2016, el año de los eventos improbables, y cubiertos dos tercios del encuentro el aspirante manda en el marcador por un punto, gracias a una numantina defensa que ha sacado de sus casillas al leñador noruego, que, obsesionado por ganar a toda costa, se autoderrotó en la partida del pasado lunes.

Y el caso es que, a pesar de los pesares, no deja uno de ver a Karjakin como un pardillo, y eso que es unos meses mayor que Carslen, se ha casado ya dos veces y tiene un hijo. Quizá sea por su timidez congénita, o por su ostensible tartamudez, o por su legendaria marca de precocidad, nunca igualada: consiguió el título de gran maestro con doce años. Desde entonces ha progresado sin grandes titulares pero tampoco altibajos, y lleva ya bastante tiempo conviviendo con los importantes al modo no muy conspicuo, pero sólido, de esas naturalezas muertas que colgamos en el salón y nunca miramos realmente. Bueno, muerta muerta tampoco, que de vez en cuando ha dado claras señales de vida: entre sus éxitos se cuentan Wijk aan Zee 2009, Dormund 2012, el mundial de partidas rápidas de ese año, el Norway Chess de 2013 y 2014 (en ambas ocasiones por delante del ídolo local), la Copa del Mundo de 2015 y tres oros olímpicos. (También dio señales de vida, aunque de otro tipo, cuando se nacionalizó ruso en 2009. Es oriundo de Crimea y declarado partidario de Putin, y por lo visto el Kremlin ha financiado su preparación para el mundial de Nueva York con un generoso millon de euros. También se rumorea que Carlsen pidió ayuda a Microsoft para que garantizase la seguridad de sus equipos informativos frente a una posible incursión de los temibles hackers rusos. No falta en el embrollo más que Paesa…).

Siendo el penúltimo en el ranking entre los ocho participantes, con lo que nadie contaba es que ganara el torneo de Candidatos del pasado marzo. O mejor dicho, nadie salvo él mismo: Karjakin es una persona muy comedida en sus declaraciones, pero cuando revisas entrevistas suyas a lo largo de su carrera te das cuenta de que siempre ha estado absolutamente convencido de que va a ser campeón del mundo. El ruso achaca el “retraso” al escaso apoyo que le prestó la federación ucraniana en su adolescencia, lo que como excusa no bate récords de originalidad, pero también admite que infravaloró la enorme fuerza de los jugadores de la élite. Menciona específicamente el baño de realidad que sufrió cuando Anand lo vaporizó en el primer supertorneo que disputaba, Wijk aan Zee 2006 (una partida que ya os mostré aquí), evidencia irrefutable de lo mucho que le faltaba por aprender. De ahí lo simbólico de su victoria en el torneo de Candidatos ante el indio, a quien nunca antes había derrotado en la modalidad de partida clásica.

Dicen los entendidos que el estilo de Karkajin es mas o menos el de Carlsen, salvo que todo lo hace un poquito peor que él. Posiblemente. Pero como en lo que queda de Mundial siga defendiéndose como hasta ahora, y no digamos si le sale una partida como la que vais a disfrutar a continuación, que lleve Carlsen cuidado con el hacha: aparte del pie que ya se ha cortado, veo que se rebana hasta el gaznate.

Karjakin-Anand, torneo de Candidatos de Moscú 2016

1 de diciembre de 2016:

Ayer acabó el mundial y finalmente Magnus pudo revalidar el título, pasando, eso sí, las de Caín. Tras coquetear con el desastre en la partida 9, e igualar el marcador en la siguiente (después de que ambos jugadores pasaran por alto una línea casi trivial de tablas), el fenómeno nórdico decidió no hacer más el loco y jugársela en el desempate a partidas rápidas, donde, ahí sí, enchufó la picadora de carne y dejó claro quién sigue siendo el jefe del garito.

Y a la postre lo de “K es de Karjakin…” resultó un titular bastante adecuado, porque el sacrificio de dama 50.Df4-h6!! que puso fin al encuentro fue un hachazo de los que hacen época.

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