Pyotr Ilyich Tchaikovsky y Carl Behting

La música: “Cuarteto de cuerdas n.º 1 en re mayor – Andante cantabile” de Pyotr Ilyich Tchaikovsky

No se me ocurre elogio más contundente para una canción que este: le pondría la carne de gallina hasta un sordo. No es muy estiloso, de acuerdo, podríamos incluso tacharlo de basto, pero contundencia, toda la del mundo. Pues bien, la obra de esta semana, el segundo movimiento del primer cuarteto de cuerdas compuesto por Tchaikovsky, merece este elogio con la máxima propiedad porque en una ocasión le erizó literalmente el vello a un sordo o, mejor dicho, a una sorda. ¿Se dejó llevar, quizás, por la singular elocuencia con que acariciaba su Stradivarius un apuesto violinista? No creo, porque la dama en cuestión, Helen Keller, aparte de sorda era ciega.

Helen Keller fue una de esas contadas personas que hacen que te sientas realmente orgulloso de pertenecer al género humano. La historia de cómo Anne Sullivan, una maestra que apenas veía ella misma, supo sacarla del pozo de oscuridad y silencio al que una enfermedad la había desterrado con apenas diecinueve meses de edad, se hizo tan famosa que incluso fue llevada al cine. Conforme crecía Keller demostró poseer un talento excepcional: fue la primera persona sordociega que consiguió un título universitario, escribió una docena de libros y defendió por todo el mundo las causas en las que creía (era socialista empedernida a la par que profundamente religiosa) con el mayor entusiasmo. En 1964 Lyndon B. Johnson le concedió la Medalla de la Libertad del Presidente de los Estados Unidos; tres años más tarde, poco antes de cumplir los 88, falleció plácidamente mientra dormía en su cama.

La gente afectada por tan severas discapacidades es capaz a menudo de potenciar sus otros sentidos en grado sumo y Helen Keller no fue una excepción. Su sensibilidad táctil, en particular, rayaba lo sobrenatural, hasta el punto de que podía “leer los labios” de una persona colocando sobre ellos la punta de sus dedos. En una ocasión, hacia 1917, Helen coincidió en Oklahoma City con el famoso cuarteto de cuerda Zoellner, de gira por aquel entonces. Los músicos permitieron de buen grado que Helen se sentará junto a ellos durante su actuación, con un fino tablero vibrante entre las manos. Según cuentan las crónicas, su respuesta a la música fue sorprendente: enseguida empezó a llevar el ritmo y a temblar, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Luego mandaría una efusiva carta de agradecimiento al director, donde entre otras cosas escribió:

Cuando tocaron para mí ocurrió un súbito milagro: la ciega pudo ver, y sus sordos oídos escucharon dulces y extraños sonidos. Cada nota es una imagen, una fragancia, el destello de un ala, una chica encantadora con perlas en sus cabellos, un corro de niños exquisitos que danzan con sus guirnaldas de flores. Hay notas que ríen, y besan, y suspiran, y se funden unas con otras. Y otras que lloran, gritan y saltan en pedazos como un cristal hecho añicos.

Pero los violines, sobre todo, hablan de cosas bellas: bosques, ríos, colinas besadas por el sol, los débiles sonidos de criaturas minúsculas que corretean entre la hierba y bajo los pétalos de las flores, el silencioso mudar de las sombras en mi jardín, el suave aliento de seres huidizos que se posan en mi mano por un instante, o rozan mi pelo con sus alas. ¡Oh, sí! Y miles, miles de cosas más que no puedo descibrir, que se agolparon en mi alma cuando el Cuarteto Zoellner tocó para mí.

De entre todo lo que “oyó” se dice que fue el Andante cantabile lo que la impactó más. La pieza está inspirada en una canción del folclore ucraniano (“Sidel Vanya na divane”, o “Vanya estaba sentada en un diván”, para los pesados que queréis saberlo todo). Tchaikovsky la escuchó en Kamianka, una ciudad a orillas del río Tiasym, a su vez afluente del Dniéper, donde vivía su hermana Alexandra. El Andante venía haciendo estragos durante décadas, hasta el punto de que Tchaikovsky acabó aburrido de la insistencia con que la gente se lo reclamaba en los conciertos. Sin ir más lejos León Tolstoi, el gran novelista ruso, rompió a llorar como un niño cuando lo escuchó por primera vez.

Se suele escribir que Tchaikovsky escuchó la melodía de labios de un carpintero que andaba de reparaciones en casa de Alexandra. Me he entretenido en aclarar las circunstancias fluviales de Kamianka porque también he leído que en realidad fue un viejo pescador quien se la cantó. Esta segunda alternativa me interesa mucho más porque tras el concierto Helen Keller, que desconocía tal particular, afirmó que mientras se interpretaba el Andante cantabile había tenido la sensación de encontrarse frente al mar, con la brisa acariciándole el rostro. Como Shakespeare dijo por boca de Hamlet, “hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía”.

Cuarteto de cuerda nº 1 – Andante cantabile / Pyotr Ilyich Tchaikovsky
Cuarteto de cuerda nº 1 – Andante cantabile / Pyotr Ilyich Tchaikovsky
New Haydn Quartet, Budapest: János Horváth, violín I; Péter Sárosi, violín II; György Porzsolt, viola; Gábor Magyar, violonchelo

Más música redonda de Pyotr Ilych Tchaikovsky:

Para centrar la acción, que siempre hay algún despistado por ahí: entre el Paleolítico y Lennon y McCartney pocos han habido con tanto don para la melodía como Pyotr Ilyich Tchaikovsky. Sus archiconocidos ballets El lago de los cisnes, La bella durmiente o El cascanueces están plagados de ejemplos (¿cabe concebir algo más zalamero que “El vals de las flores”?) pero hay muchos más. El nocturno en do sostenido menor, compuesto en principio para piano y adaptado más tarde para violonchelo y orquesta por el propio Tchaikovsky, se cuenta a mi parecer entre los más exquisitos. Incluso en modo alimenticio, como cuando escribió Les Saisons (una colección de doce piezas breves de piano, una por cada mes del año, que le encargó el editor de una revista musical), podía rozar lo sublime: tal vez sea precisamente la dedicada a junio, Barcarolle, la más brillante de todas.

Mención aparte merece el cuarto movimiento, Adagio lamentoso, de su sexta y última sinfonía, apodada Pathétique. Es más que su obra maestra, es su testamento y réquiem. Se estrenó el 28 de octubre de 1893, dirigida por el propio autor. Cuando se apagaron las últimas notas de la sinfonía y el maestro bajó lentamente la batuta, la audiencia quedó en completo silencio, conmocionada. Tchaikovsky murió nueve días después, todavía no está claro si a consecuencia de una infección de cólera o por su propia mano, avergonzado hasta el extremo por el inconfesable amor que sentía hacia su sobrino Vladimir.

El ajedrez: estudio de C. Behting, Baltische Schachblätter 1908

Hace ya unos años que la partida Hombre-Máquina está irremisiblemente perdida. Las cosas empezaron a torcerse con el famosísimo duelo a seis partidas entre Kasparov y Deep Blue en 1997, cerrado a favor del supercomputador de IBM por 3½ a 2½. Aquello le sentó como un tiro al ruso, que acusó a los de IBM de tramposos, pero nuestra suerte estaba echada. Tras la apabullante derrota de Adams (entonces séptimo del mundo) 5½-½ ante Hydra en 2005, y la del campeón mundial Kramnik por 4-2 ante Deep Fritz en 2006, ningún ajedrecista de élite ha sido tan imprudente como para enfrentarse públicamente a un programa de ajedrez. Según se estima el ranking ELO del mejor programa del momento, Houdini 3, anda alrededor de los 3300 puntos, lo que se traduce en que el actual número 1, Carlsen, tiene la misma probabilidad de vencerle que de ser derrotado por el jugador 3000 del mundo.

…es como si el Significado de la Vida te fuese revelado, pero no pudieras entender una sola palabra

Pero hay más. En finales con pocas piezas los ordenadores juegan ya perfectamente. A principios de los noventa el legendario experto en computación Ken Thompson, inventor del sistema operativo UNIX, resolvió la mayoría de los de cinco piezas (contando los reyes). Hacia 1995 Eugene Nalimov completó el trabajo de Thompson, y diez años más tarde ya tenía también solucionados los de seis piezas; en la lista de enlaces del blog hay una página que permite consultarlos online. Me encanta lo que escribió Tim Krabbé en relación a la profundidad de algunos de ellos: “Un gran maestro no jugaría mejor estos finales que alguien que aprendió a jugar al ajedrez ayer. Es un tipo de ajedrez que no tiene nada que ver con el ajedrez, un ajedrez que nunca podríamos haber imaginado sin ordenadores. Los movimientos son asombrosos, casi aterradores, porque sabes que son la verdad, el algoritmo de Dios; es como si el Significado de la Vida te fuese revelado, pero no pudieras entender una sola palabra”.

El estudio sistemático de los finales de siete piezas fue iniciado por Marc Bourzutschky y Yakov Konoval en 2005 y liquidado hace apenas unos meses por Vladimir Makhnychev y Victor Zakharov utilizando un superordenador de la Universidad Lomonosov de Moscú, aunque de momento no son de acceso gratuito. Dado que los de tres y cuatro piezas se destriparon en los setenta y los ochenta, respectivamente, Makhnychev y Zakharov han echado la cuenta de la vieja y deducido que hacia mediados del siglo XXIII, con la ayuda de la computación cuántica, el ajedrez estará ya completamente resuelto; incluso afirman contar con el respaldo financiero de unos jeques anónimos para iniciar este titánico proyecto. Suena bastante a cuento de Las mil y una noches, pero quién sabe… Lo cierto es que a día de hoy, aunque programas como Houdini o Rybka juegan de cine, no siempre aciertan y en ocasiones puntuales, como la que estoy a punto de mostraros, fallan estrepitosamente. Es justo el estudio de esta semana, compuesto por Carl Behting en 1908, el que viene usándose desde hace décadas para demostrarlo.

El letón Carl Behting (1867-1942) destacó más como jugador que como compositor, siendo hasta ocho años campeón de la Sociedad Ajedrecística de Riga, lo que le convertió, de facto, en el jugador más fuerte de su país a principios de siglo. El imprudente pero jugoso gambito leton (1.e4 e5 2.Cf3 f5) debe su nombre a Behting, que fue quien lo analizó en profundidad. Entre 1902 y 1910 editó, junto a Paul Kerkovius, la revista Baltische Schachblätter, donde publicó varios de sus estudios, entre ellos el que hoy nos ocupa.

Seguro que nunca imaginó que un estudio suyo llegaría a convertirse con el correr de los años en algo así como el “test de Turing” del ajedrez; el día en un programa entienda como lo hacemos nosotros que 1.Rc6!! es tablas, y por qué, este milenario juego habrá dejado de ser un misterio. Subrayo aquí lo de “entender”. Los algoritmos de Nalimov y compañía se limitan a rastrear posición por posición a base de fuerza bruta (de un modo extraordinariamente eficiente y bien diseñado, eso sí), y no necesitan saber más que cómo mueven las distintas piezas. Es probable que los expertos puedan ya diseñar un programa ad hoc que resuelva el estudio de Behting, pero eso no vale: hablamos de un programa preparado para jugar cualquier tipo de posición.

Un detalle interesante: se ha sospechado durante años que podía existir una defensa alternativa para las blancas, lo que haría que el estudio fuera incorrecto. En concreto, la variante que empieza por 1.Cg7+ (según los ordenadores, la opción menos mala para las blancas) desemboca en una enrevesada posición donde esos mismos ordenadores nos dicen que: a) las negras tienen ventaja decisiva; pero b) ¡no tienen ni la más remota idea de cómo demostrarlo! La posición en cuestión contiene justo siete piezas, así que hace poco pudo ser pasada por la turmix moscovita. El veredicto: victoria por un pelo para las negras. Por tanto 1.Rc6!! es la única jugada que empata y el estudio es correcto, así que tiene todo el derecho del mundo a seguir torturando a los juggernauts cibernéticos por muchos años más.

Estudio de C. Behting, Baltische Schachblätter 1908

Más estudios memorables de Carl Behting:

Carl Behting y su hermano Johann, también compositor, publicaron un doble estudio en Rigaer Tageblatt y Rigasche Rundschau (1905) la mar de salado. En esencia es el conocido final de alfil, caballo y rey contra rey, tan agotador como cabe esperar, sobre todo teniendo en cuenta los efectivos extra de los que dispone el negro: en la versión de Carl, ¡dos peones en séptima, un alfil y una torre!

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